Una mujer de mediana altura se encontraba frente la joven, contemplándola.
Iba vestida de una forma muy elegante y a la vez seductora. Su vestido negro, que le llegaba un poco por encima de las rodillas, mostraba sus perfectas curvas.
Llevaba también, unos tacones de aguja de un rojo brillante, a juego con su pelirroja y larga cabellera. No estaba ocultando su identidad, por lo que se le podía ver el hermoso rostro sin dificultad alguna.
Poseía unos ojos negros, más intenso incluso que el propio vestido. Tenía también, una nariz pequeña y redonda, además de unos labios de un rojo sangre, ni finos ni gruesos.
La bella mujer, que no llegaba a los treinta, sonrió con dulzura a la asustada muchacha, que no podía alejar la mirada de las manchas rojas del cuerpo de la otra fémina.
-No te preocupes, no te haré nada.-comentó la dama con tranquilidad.
-Pero, -añadió- tienes que hacerme un pequeño favor. -la mujer continuó, mientras sonreía.
-Entrega esto a la policía, es importante. -dijo a la joven mientras tendía una mano con un objeto en ella a la otra.
La sirvienta desplegó un brazo hacia ella, temblorosa. Cuando sus manos se tocaron, notó la textura del guante blanco, con el que le ofrecía un dispositivo de memoria. Lo cogió y alejó la mano con la misma lentitud con la que la había acercado.
María, que así se llamaba la veinteañera mayor, se retiró de la habitación, no sin antes despedirse de la pobre Claudia, la cual aún temblaba.
La joven mujer andaba con tranquilidad en dirección a la puerta, mientras se limpiaba las manchas de sangre del cuerpo con un pequeño trapo áspero.
Sus tacones, que sonaban por la silenciosa y sombría casa, cesaron su melodía cuando por fin llegó a su destino. María abrió la puerta, salió al exterior y la cerró con delicadeza. Antes de irse del lugar para siempre pero, pronunció unas últimas palabras.
-Nos vemos en el infierno, hijo de puta.
Tras esta oración, se encaminó hacia el bosque con su sensualidad característica, para adentrarse a la frondosa espesura verdosa.