Aaron se despertó sudoroso, nervioso y exaltado. El sudor seco que le recorría la frente era el único agua que veía desde hace muchos días. Por suerte, el calor abrasador que parecía salido de unas ascuas encendidas, ahora característico de aquella zona, antes plagada de frondosos y espesos bosques de coníferas, húmedos y colmados de especies, tanto animales como vegetales, aún no se hacía notar, debido a que todavía era de noche. Sin embargo, Aaron sabía que no tardaría en aparecer, de modo que siguió durmiendo todo lo que pudo, que no fue mucho, porque apenas una hora después se volvió a despertar, sudoroso de nuevo, pero para alivio suyo, no demasiado exaltado.
Sabía lo que le esperaba: un caluroso y duro día, como siempre, al menos hasta que llegaran a aquella famosa tierra, aquella de la que contaban que aún se conservaba bella, de la que se preservaba todavía la fauna y la flora, en la que todo el mundo podría vivir en paz y armonía.
La rutina era la misma desde hace años; beber agua (si la encontraban; estos últimos meses habían sido muy secos), comer algo (había que cazarlo) y ponerse en marcha.
Debían cruzar un enorme, árido y hostil territorio conocido como el ''Páramo''.
Les llevaría semanas, meses o incluso años. Era difícil sobrevivir en esas condiciones, pero de los afortunados que lo conseguían se decía que vivían una vida plena y virtuosa. Sin embargo, todo lo relacionado con aquella misteriosa tierra flotaba en lo desconocido, entorno a innumerables leyendas.
Por lo general, la vida en el Páramo no era excesivamente compleja, aunque sí exhaustivamente complicada. Por una parte, solo había que andar, buscar agua y comida y defenderse de cualquiera de las bestias, realista o extraña, independientemente de lo grande, pequeña, fuerte, débil, armada o indefensa que fuera o estuviera. Pero por la otra, los días eran largos y muy calurosos, las noches cortas, los recursos escasos, el terreno era árido y seco, y no podían estar alerta para absolutamente todos los ataques que recibían al día, aunque no eran demasiados, siempre caía alguna que otra gota de sangre. Para rematar, era asfixiante y agobiante la sensación que se sentía al caminar por aquel lugar. Había un desgarrador y mortal silencio, y si era perturbado era mala señal. Con un simple ruido podrían despertar criaturas inimaginables del desierto, vagabundas que aparecieron en la Tierra el Día Fatal. Además, era fácil perderse, o mejor dicho, casi imposible no hacerlo, aunque no seguían un rumbo fijo ni sabían a dónde iban, pero sí a dónde querían ir: la Tierra Ancestral, donde las cosas se conservaban bellas e inalterables. Por desgracia, todo el paisaje que se veía alrededor era llano y monótono; dunas yermas en las que el tiempo era enterrado en la arena y las vidas eran llevadas por el viento.
Aaron no estaba de acuerdo con llamarlo simplemente ''Páramo''. Desde hace unos años, no muchos, solo desde que Aaron vivía en el Páramo, estaba convencido de querer llamarlo ''Tierra sin retorno''. Los adultos no paraban de decirle que llegarían al final, que vivirían, que no sería tan difícil. Ahora todos ellos, los que le decían eso, o tenían cincuenta años y tenían mucha edad, ya que la media de longevidad se había reducido a cincuenta y cinco años, o estaban muertos, por edad, por ataques de bestias o por deshidratación e inanición.
Aaron había perdido a su padre de pequeño, cuando apenas tenía uso de razón. Ni siquiera se percató demasiado, porque aún estaban en crecimiento y el mundo permanecía intacto, además de que su padre pasaba las horas y los días en el trabajo. Su madre desapareció súbitamente el día de la devastación del mundo, por lo que la daban por muerta. Siempre se las había arreglado solo, y no iba a dejar de ser así. De pequeño, se encontró un colgante que le encantó, y lo seguía conservando. Tenía una extraña forma, con varias líneas curvas y hendiduras, y era el mejor de los recuerdos que conservaba de su infancia. El colgante era de un material muy ligero, y no poseía valor alguno.
Si lograban llegar a la frontera, quizás tendrían la suerte de encontrarse con otro grupo, y no importaba si era de los Óndocros, un grupo originario del sur de Asia, y aprendices de la princesa Óndocra, si eran de algún poblado Glauciano o Herio, poblados más cultos y menos bélicos, pero necesitaban que no fueran Belios o del poblado de Vatis, que habían desarrollado increíbles habilidades, y, por desgracia, una asombrosa crueldad. Decían otros pueblos que esta era inspirada por un tal Morfo, ente del que Aaron había oído hablar toda su vida, pero que no conocía muy bien, y se negaba a hacerlo; era demasiado maduro para creer en esos cuentos de niños.
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La Torre de Cifer
FantasyAaron ve como cae su abuela, su padre, su madre, y finalmente toda la Tierra ante la horrible fuerza desconocida que la merma y destruye. Se encuentra guiando un grupo de desconocidos a través de un páramo desconocido, hacia una tierra prometida y u...