La Bestia

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De súbito, un escalofrío recorrió el cuerpo del mago de arriba a abajo. Se paró delante de Aaron, justo antes de llegar a la cima de una duna, y lo frenó. Le dijo:

-No sigas. Te vendaré los ojos. Has de confiar en mí.

Al principio titubeó. Pero las experiencias vividas junto al viejo le insuflaban confianza, y al final cedió.

El extraño le guió a través de las dunas durante un rato. El joven reflexionó sobre lo vivido, sobre su viaje. Y de súbito, cayó en una cosa: no conocía nombre ni identificación del extraño, salvo las palabras pronunciadas por este el día de su encuentro, y aunque entonces se había conformado, necesitaba saber más, porque Aaron era simple, pero inteligente y desconfiado. En un momento dado, tocó algo con el pie. Era un objeto duro. -¿Qué es?-

-Una piedra, sigue andando-.

Se quitó la venda a toda prisa, y con profundo dolor y asombro descubrió un cadáver. No sólo uno. Estaba completamente rodeado de ellos. Miró sus caras, que le eran fácilmente reconocibles. Eran los integrantes de su grupo, su familia. Yacían todos muertos, desperdigados por una gran extensión. Fue un duro golpe, y ambos estaban afligidos. Aaron cayó sobre sus rodillas junto al cadáver del chico que se salvó de la muerte en el charco un día atrás. Por segunda vez, Aaron percibió sus sentimientos. Y no le gustaron. Su corazón parecía retorcerse en su pecho, tratando de salir, y su boca tartamudeaba un canto mágico que su madre le había enseñado, y que supuestamente aliviaba la pena. Pero su pena era profunda e incomprensible para cualquier criatura.

Comenzó a llorar, pues esa gente era lo único que le quedaba. Lloró sobre la cara del chico y la humedeció, y decidió dar sepultura a todos los cadáveres, dejando al chico para el final. Pero cuando iba alevantarse para comenzar, algo gimió. Una respiración. Luego un grito que el extraño silenció. El niño estaba vivo, pero desfallecía. Y con el hilo de voz del que disponía, dijo:

-Él no se ha ido. Sigue aquí. Corred. Corred para salvaros. Pobres ingenuos de nosotros y los que se queden a llorar nuestra pérdida.

Entonces, todos los cadáveres comenzaron a sollozar y a clamar ayuda, inmóviles, y Aaron quiso ir en su auxilio. Pero el viejo se lo impidió.

-Escucha al niño. Recógelo a él y vámonos. Los demás están perdidos.

-¡No puedo dejarlos! Son mi familia.

-Dejarán de serlo en breve si no nos vamos. Ellos están muertos, el niño y nosotros no, es una tontería sacrificarnos. ¡Cógelo y corramos!

-¡Cuidado!

Aaron cogió el cuchillo que colgaba del cinturón del niño, y se puso delante de el y del extraño. Una enorme bestia salió de debajo de la arena. De repente, uno de los cadáveres se puso en pie, sin vida, y dijo, con una voz con la potencia de un huracán y la profundidad del océano mismo:

-¡Insensatos! ¡Habéis desafiado mi fuerza y mi voluntad, y ahora descansaréis junto a vuestros semejantes en el fuego de la desesperación por siempre!

Aaron se amilanó un poco, pero esgrimió el pequeño cuchillo con una mano, y cargó contra el monstruo, pero fue rechazado sin esfuerzo. La rabia lo movía a una velocidad impresionante, y apenas se le veía entre toda la arena que se había levantado. Él dejó de ver a sus acompañantes, y se vió solo frente a aquella montaña de terror. Volvió a cargar contra el engendro, pero esta vez, en lugar de impactarlo, lo rodeó, y pudo contemplar la asquerosa apriencia de gusano que ostentaba. Era gigantesco, con una piel gruesa, arrugada y abrasiva, enormes fauces y sin ojos. Pero no parecía echarlos en falta. Al situarse tras él, le trepó por la cola y llegó a la cabeza, y hundió la daga en su piel, provocando una gran herida que comenzó sangrar un líquido mortal al contacto. El monstruo se movió bruscamente, y Aaron se tambaleó y cayó a la arena, con un golpe estruendoso.

Se quedó paralizado, y decidió que mataría a la bestia aun a costa de su vida. Y al ver que su cuchillo no era efectivo, pues la bestia estaba ahora más enfadada, se puso depié con fuerzas renovadas e invocó un antiguo conjuro de su madre. El extraño se le unió rápidamente, mientras el niño lanzaba flechas con su arco desde el suelo, pues aún estaba muy débil. El suelo tembló, y la tormenta de arena amainó, y gracias al conjuro potenciado por el viejo, y dirigido a la boca del monstruo, lo debilitaron, pudiendo así huir. El engendro se limitó a desaparecer bajo la arena sin dejar rastro.

Corrieron unos kilómetros y encontraron una pequeña cueva, donde decidieron descansar. En la cueva, encendieron una pequeña fogata, pues ya no temían nada que se les pudiera acercar y estaban muy cansados. Tendieron al niño y lo taparon, hicieron un poco de caldo con unas hierbas, y se lo dieron, tomando ellos unos sorbos. El niño dormía, y los dos viajeros miraban el fuego, cuando Aaron recordó que no sabía el nombre del extraño:

-Viajero solitario, ahora amigo, aunque confío ya en ti plenamente, quisiera saber tu nombre.-Y en su cara se reflejaba miedo o inseguridad.

-No te incumbe ni te beneficiará, pero si así lo deseas, te diré mi nombre según el Iphyr, lengua de la ciudad de Cifer, antes gloriosa, en el reino de Galegor. Me llamaban Tírfugo, que quiere decir “El que huye”, pues allí llegué huyendo de un mal, y me fui escapando de otro mal mayor.- Tenía una expresión solemne y de añoranza.

Tírfugo no habló más durante la noche, y se acostó a dormir, pero Aaron permaneció montando guardia. En un momento dado, el niño despertó. Y su aspecto ya no era el de un niño. Parecía un curtido joven, aunque en sus ojos se vislumbraba saber y calma. Aaron lo advirtió, y no pudo evitar acosarlo a preguntas:

-Álminor, que significa “el que anuncia” en la lengua del Páramo, pues nos advertiste de la presencia del monstruo, te llamaré. Pero ahora te pregunto, niño, ¿Cómo te llamas?-

Gracias a la infusión, Álminor logró decir:

-Lycéreo me llaman en mi tierra, “El que tiene alas”, pues cuando corro, ni el viento me iguala, y la luz viaja conmigo.

-Presuntuoso es tu nombre, pero bello, y lo respetaré. Y bien, si eres versado en los hechos del Páramo, dime, ¿Qué era ese horrible monstruo?-

-Sí lo soy, pues incontables años llevo por estas tierras vagando, porque no soy humano en realidad, si no un huido del poblado de Vatis, a cuyos cazadores se les concede inmortalidad, y yo era uno de ellos. Pero ya no hay mal en mí, pues hace edades me fui de aquel poblado infesto, y me tratasteis bien. Y ese monstruo era la Bestia del Páramo, un ser incorpóreo, que adopta distintas formas. Y si no nos mató fue porque no quiso, o porque la hechora de todos los males se lo ordenó. Porque ese que es tu amigo tiene cosas ocultas, y tu tienes un poder inusitado.

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⏰ Última actualización: Feb 01, 2015 ⏰

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