Capítulo 11

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—¿Piedra, papel o tijeras? Eso no es apostar. Es un juego de niños, Steve. ¿Te estás burlando de mí para ganar tiempo para algo que estés planeando?

—Sabes perfectamente que no tengo sentido del humor —respondo con seriedad.

Él me observa sin decir nada, y después da círculos a mi alrededor; tratando de descubrir mis verdaderas intenciones. Lo cierto es que no se me ocurrió otra cosa. Fue lo primero que se me vino a la mente luego de proponerle que apostásemos. Es irresponsable de mi parte jugarme la vida de esa manera, pero creo que de todos modos moriré.

Empieza a darme igual. Demonios, ¡me odio por pensar de esta manera!

Pero estoy cansado.

—Es frustraste que tengas esa actitud —me da una palmada en la frente—. Pero es en parte mi culpa. Ups —ríe—. Te propongo un juego mejor. No tendrás que usar tus manos y así no me arriesgo a algo sucio de tu parte al desatarte esa extremidad.

—No confío en ti.

—Escucha primero —dice que frialdad—. Cada uno escoge un número del uno al diez y el otro tendrá que adivinar cuál es. Quien se acerque más, gana. Decimos al mismo tiempo los números para estar seguros de que no se cambien de último momento. Es un juego al azar, como podrás ver. Y libre de trucos.

No tengo ganas de pensar, pero a simple vista luce confiable. No tiene nada que perder; lleva la ventaja en todos sentidos. No habría razón para hacer trampa.

—Bien.

—Comienza tú. Piensa en un número. No me lo digas.

—Listo.

—A la cuenta de tres lo decimos al mismo tiempo.

—Uno —decimos al unísono—, dos, tres.

—Uno —dice.

—Ocho —digo.

Ambos agrandamos los ojos. Tenía el presentimiento de que él creería que escogería el uno por ser el número más popular y porque soy un holgazán para pensar. De hecho, sí iba a usarlo, pero decidí cambiarlo de último momento. No puedo creer que haya tenido razón y funcionara. Tengo la ventaja.

Él se nota claramente disgustado.

—Es mi turno —dice ceñudo, y yo asiento.

—Uno —decimos—, dos... tres.

—Siete —digo.

—Siete —dice también.

Ambos nos quedamos boquiabiertos. Volvió a funcionar. Pensé que escogería ese número por ser el de la buena suerte y otro de los más populares. No puedo creerlo.

—¡DEMONIOS! —grita—. ¡¿Cómo carajo lo hiciste?! ¡No puedo creerlo!

—Tampoco yo —digo con sinceridad.

—Veo que también eres un hombre con suerte. Debe venir de familia.

—Gané. Desátame.

—Bien. Soy un hombre de palabra. Pero... hay un par de condiciones que no mencioné. No te dejaré salir de aquí. —Me descoloco a oírlo—. Por cierto, tu auto no está afuera. En caso de que por azares del destino salgas de la fábrica, tendrás que aventurarte solo por el bosque. Y, por último —me quita las gafas y ello me desconcierta aun más—, andarás a ciegas. Será divertido, ¿no?

Me molesta demasiado que se entrometan en mi vista. Estar a ciegas me desespera, irrita, agobia y asusta.

En seguida siento cómo empieza a desatar las cuerdas.

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