Qué bueno verte

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No esperaba que tomara tanto esfuerzo de mi parte el llegar temprano al trabajo esta mañana; no considerando que ha pasado una semana desde la ruptura con Gabriel; aunque quizá se deba a que será la primera vez que voy a verlo desde entonces.

El lugar donde trabajo es un restaurante que sirve de bar pasadas las nueve, y la verdad es que tiene más características de esto último. El aspecto rústico, casi tosco, se construye desde el dintel bien barnizado hasta los muros de ladrillo rojo. Hay cierto olor a madera de barril de cerveza y, a pesar de la apariencia que me hace pensar en un leñador, tiene detalles que lo hacen sentir y lucir acogedor, como las macetas con plantas que cuelgan del techo o la serie de luces cálidas que suben como serpientes por los gruesos troncos de madera de roble a mitad de la habitación. Es más gratificante de visitar en su horario de bar porque hay música que viaja del rock alternativo al country, además de muchas personas que gustan de incorporar nuevos miembros a sus círculos sociales.

Yo tenía ese horario, el que pasa de las nueve, y la melancolía me pellizca cuando recuerdo que pedí cambiarlo al matutino para tener la oportunidad de pasar mas tiempo con Gabriel.

Hoy, llegar quince minutos más temprano ha sido una estrategia; así podré dejar para Gabriel el momento incómodo de no saber cómo actuar cuando tenga que atravesar por la puerta. Entonces me pongo en marcha: bajo las sillas que están sobre las mesas, ordeno la zona de la máquina de café y mantengo una conversación con la cocinera. Pretendo estar ocupada para darme menos oportunidad de fijarme en el tiempo que ha transcurrido.

Después de lo que se siente como una eternidad, un grupo de compañeros del trabajo entra por la puerta de vidrio transparente. Gael, un muchacho delgado que suele ser hiperactivo; Diana, con un cuerpo pasado por el gimnasio; Sergio, de cabello cobrizo y una piel bañada en pecas...; y Gabriel, de piel pálida y cabello negro, alto —aunque no demasiado— y unos preciosos ojos oscuros que él creía demasiado simples como para que me gustaran tanto.

«Gabriel...»

Él solía llegar poco después de mí, cada día durante los últimos diez meses. Los pocos minutos que teníamos para estar solos nos la pasábamos hablando de cualquier cosa que se nos ocurriera, besándonos o riéndonos de la poca paciencia de la cocinera.

Hoy, sin embargo, ha llegado junto al resto de compañeros. Y odio hacerme docenas de ideas que significan siempre lo mismo: ya no va a ser, ni de cerca, como era antes.

Su mirada se eleva del piso y se encuentra con la mía, que está sobre él, sobre su semblante avivado y su sonrisa amplia, la cual parece desvanecerse con lentitud cuando me mira. No sé qué estará pensando, pero espero que esté sorprendido por verme en el trabajo después de haberme ausentado una semana sin avisarle a nadie más que al jefe, al que tuve que informarle de cada detalle para conservar el empleo.

No sé si quiero saber si está sorprendido o no.

Y ante la falta de opciones y una yo con cientos de pensamiento sobre el pasado, decido sonreírle como lo hice siempre y como, para bien o para mal, me encuentro ahora mismo: feliz de ver que se encuentra tan bien como siempre. No quiero que piense que nuestra ruptura significa que debemos actuar como desconocidos. Después de todo —y después de todos estos años—, él me conoce mejor que nadie.

Gabriel avanza hacia la máquina de café y comienza a preparar expressos para cada uno de nosotros, como hizo todos los días desde hace bastante tiempo. Su presencia se siente inusualmente incómoda y tengo que aferrarme a mi determinación para no encontrar una excusa que me saque de la habitación.

De pronto, contra todo pronóstico, él habla:

—¿Por qué no viniste en toda la semana?

Mi estómago se aprieta. No está insinuando nada y, sin embargo, yo estoy asumiéndolo todo.

Lo que viene despuésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora