CUARTO CAPITULO

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Poco después del amanecer llegaron dos camionetas cargadas con cinco hombres de Sasuke y postes y traviesas de cercado. Naruto les ofreció una taza de café recién hecho, que ellos rehusaron amablemente, al igual que rechazaron su ofrecimiento de enseñarles el rancho. Sasuke, probablemente, les había ordenado que no le dejaran hacer nada, y se lo habían tomado muy en serio. Las órdenes de Sasuke no se desobedecían si uno quería seguir trabajando para él, de modo que Naruto no insistió, y por primera vez en semanas se encontró sin nada que hacer.

Procuró recordar qué hacía antes con su tiempo, pero había años enteros de su vida en blanco. ¿Qué había hecho? ¿Cómo iba a llenar las horas, si le impedían trabajar en su propio rancho?

Sasuke llegó un poco antes de las nueve, pero Naruto, que estaba listo desde hacía más de una hora, salió a recibirlo al porche. Él se detuvo en los escalones y le miró de arriba abajo con aprobación.

-Muy bien -murmuró lo bastante alto como para que el kitsune lo oyera.

Tenía el aspecto que debía tener siempre: fresco y elegante, con un vestido de vuelo amarillo pálido, de seda, sujeto solamente por dos botones blancos en la cintura, con unas pequeñas hombreras que enfatizaban la delgadez de su cuerpo y un pavo real de esmalte blanco prendido en la solapa. Llevaba el pelo rubio recogido hacia atrás en un moño suelto, y unas gafas muy grandes cubrían sus ojos. Sasuke percibió la fragancia turbadora de su perfume, y su cuerpo empezó a acalorarse. Naruto era distinguido y aristocrático de los pies a la cabeza; hasta su ropa interior sería de seda. Sasuke deseó poder quitársela prenda a prenda y tumbarlo desnudo sobre su cama. Sí, aquel era el aspecto que debería tener siempre.

Naruto se colocó el bolso de mano blanco bajo el brazo y caminó junto a él hacia el coche, pensando aliviado que había hecho bien poniéndose las gafas de sol. Sasuke era un ranchero que trabajaba con ahínco, pero, cuando la ocasión lo requería, podía vestir tan bien como un abogado de Filadelfia. Cualquier ropa le sentaba bien a su figura de anchos hombros y caderas estrechas, pero el severo traje gris que llevaba parecía enaltecer su virilidad en lugar de constreñirla. Se había alisado las ondas de su pelo negro y, en lugar de la camioneta que solía conducir, llevaba un Mercedes biplaza de color gris oscuro, una belleza resplandeciente que a Naruto le recordó el Porsche que vendió para conseguir dinero tras la muerte de su padre.

-Dijiste que tus hombres iban a ayudarme -dijo él sin inflexión unos minutos después, mientras Sasuke tomaba el desvío de la autopista-. No que se encargarían de todo.

Él se puso unas gafas de sol, pues el sol de la mañana relucía con fuerza, y los lentes oscuros ocultaron la mirada penetrante que le lanzó.

-Van a hacer el trabajo duro.

-Cuando la cerca esté reparada y hayamos llevado el ganado a los pastos del este, podré arreglármelas solo.

-¿Y qué me dices de refrescar a las reses, de castrarlas, de marcarlas, de todas las cosas que hay que hacer en primavera? No puedes hacerlas solo. No tienes caballos, ni hombres, y seguro que no podrás echarle el lazo a un novillo desde esa vieja camioneta que tienes.

El juntó las manos sobre el regazo. ¿Por qué había de tener razón? Era cierto: él no podía hacer ninguna de esas cosas, pero tampoco se contentaría con ser un ornamento sin ninguna utilidad.

-Sé que no puedo hacerlas yo solo, pero puedo ayudar.

-Lo pensaré -respondió él, sin comprometerse, aunque sabía que no se lo permitiría de ninguna manera. ¿Qué podía hacer él? Aquel era un trabajo duro, sucio, hediondo e incluso cruento. Físicamente, solo sería capaz de marcar a las terneras, y Sasuke no creía que pudiera soportar el hedor, ni las coces frenéticas de los animales aterrorizados.

Corazón rotoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora