UNDECIMO CAPITULO

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Aquello era una locura, y lo sabía. Lo último que quería era ver a Gaara. Y, sin embargo, allí estaba, intentando encontrarlo, a pesar de que sospechaba que pretendía matarlo. No, quería en­contrarlo precisamente por eso. No quería morir, desde luego, pero quería que todo aquello aca­bara. Solo entonces podría llevar una vida nor­mal.

Quería que esa vida transcurriera junto a Sasuke, pero no se engañaba: sabía que su relación no era estable, y que tal vez el mal humor que tenía Sasuke esos días vaticinara su fin. Nada de lo que hacía parecía complacerlo, salvo cuando estaban en la cama, pero quizás ello no fuera más que la conse­cuencia natural de su intenso apetito sexual.

La mañana que pensaba ir a su casa, estaba tan nervioso que ni siquiera pudo comer. Dio vueltas sin cesar de un lado a otro hasta que al fin vio que Sasuke se montaba en la camioneta y cruzaba los prados. No había querido que se enterara de que pensaba salir; le hacía demasiadas preguntas, y resultaba difícil ocultarle algo. De todos modos,

solo estaría fuera media hora, porque, cuando lle­gara el momento decisivo, no tendría valor para hacer de cebo. Lo único que pretendía era pasar delante de su casa; luego, volvería al rancho de Sasuke.

Puso la radio en un esfuerzo por calmar sus nervios mientras conducía lentamente por la es­trecha carretera de gravilla. Le sorprendió ente­rarse de que el tercer huracán de la estación, el huracán Carl, se había formado en el Atlántico y se dirigía hacia Cuba. Las otras dos tormentas le habían pasado completamente desapercibidas. Ni siquiera se había dado cuenta de que el verano se había transformado suavemente en un otoño tem­prano, porque el tiempo seguía siendo cálido y húmedo, perfecto para la formación de huraca­nes.

Aunque escrutaba atentamente ambos lados de la carretera, buscando un coche escondido entre los árboles, no vio nada. La mañana era apacible y bochornosa. No había nadie en la carretera. Irri­tado, dio la vuelta para regresar a casa de Sasuke.

De pronto, sintió una náusea y tuvo que parar el coche. Abrió la puerta y se inclinó hacia afuera, pero, aunque sentía arcadas, tenía el estómago vacío y no pudo vomitar. Cuando el espasmo pasó, se apoyó contra el volante, débil y sudo­roso. Aquello estaba durando mucho para ser un virus.

Permaneció recostado sobre el volante largo rato, demasiado débil para conducir y demasiado mareado para preocuparse. Una ligera brisa entró por la puerta abierta, refrescándole la cara, que le ardía, y con la misma ligereza la verdad se abrió paso a través de su mente.

Si aquello era un virus, era de los que duraban nueve meses.

Echó la cabeza hacia atrás, apoyándola contra el reposacabezas del asiento, y una sonrisa afloró a sus pálidos labios. Estaba embarazado. Claro. Hasta sabía cuándo había ocurrido: la noche que Sasuke regresó a casa desde Miami. Cuando se des­pertó, le estaba haciendo el amor, y ninguno de los dos pensó en tomar precauciones. Y, después, había estado tan nervioso que ni siquiera se había percatado de que tenía una falta.

Un hijo de Sasuke crecía en sus entrañas desde hacía casi cinco semanas. Deslizó la mano hasta su vientre y se sintió feliz, pese a su malestar físico. Sabía los problemas que aquello le acarrea­ría, pero por el momento eran lejanos e insignificantes comparados con la alegría deslumbrante que sentía.

Se echó a reír pensando en sus mareos. Recor­daba haber leído en alguna revista que las Donceles que sufrían náuseas matutinas tenían menos riesgo de abortar. Si era cierto, su bebé estaba más seguro que el oro de Fort Knox. Seguía encontrándose mal, pero ahora se sentía feliz de que así fuera.

-Un bebé -musitó, pensando en una criatura diminuta y bienoliente, con el pelo abundante y moreno y unos preciosos ojos negros, aunque sa­bía que el hijo de Sasuke Uchiha seguramente se­ría un auténtico diablillo.

Corazón rotoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora