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Cuándo Gladys despertó, esperaba que su cabeza estuviese recostada sobre las cómodas almohadas de su alcoba, dónde el lujo se evidenciaba en cada mínimo detalle de esa habitación. Solo bastaba una mirada al tapiz de las paredes, al enorme candelabro de oro que colgaba en lo alto e iluminada los rincones de sus aposentos. Oh, aquello era lo que Gladys añoraba, creyendo que todos los disparates del viaje a Londres eran obra de delirios febriles y que ella estaba recostada en cama, un poco más pasada del tiempo por culpa de su fiebre. 

Pero no, nada de eso fue lo que sucedió. Gladys tampoco estaba debajo de la cama en aquel camarote. Su cuerpo estaba sujeto firmemente por varias sogas, amarrando sus piernas, brazos y torso en uno de los mástiles del barco. Intento alzar la mirada y la luz del Sol la cegó por unos momentos, entrecerrando sus ojos ante el imponente cielo azul. Pero no eran momentos perfectos para que Gladys comenzará a adular el cielo azul como un fenómeno impresionante de la naturaleza porqué el temor volvió a hacer acto de presencia en la mente de Gladys y el ver las velas del barco agitarse por encima suyo fue lo que más la aterraba: La habían descubierto.

Trató de zafarse de aquellas soga, pero la tenía firmemente sujeta contra el mástil y por más que ella agitase su cuerpo para intentar escapar, era inútil. Un sonido ahogado salió por su boca y aquella cantarina voz que caracterizaba a Gladys había desaparecido por culpa del mismo terror que esos dos hombres ejercían en ella. Pero ahora, teniéndolos de frente, todo pánico parecía diluirse frente a sus propios ojos.

Aquellos hombres no parecían ser mayores que ella, ni tenían aspecto de ser personas viles ni abyectas, como si no hubiesen asesinado a nadie a sangre fría. 

Describirlos parecía una tarea imposible. Gladys no sabía si realmente estaba delirando por culpa de la hambruna y sed a la que había sido sometida, junto al dolor de su cuerpo al llevar cierta cantidad de tiempo ahí amarrada, pero sus raptores parecían ser dignos del título de caballero. Había escuchado sus nombres repetidas veces ayer, pero no estaba segura si podría identificarlos sin sus singulares voces que los caracterizaban como tales.

El menor de ellos no había apartado la mirada de Gladys desde que había despertado. Un par de ojos azules, en una tonalidad entre el mar y el cielo, parecían destellar una amabilidad y misericordia que Gladys encontró irónica. Tal vez él era el monstruo que había asesinado a dos personas el día anterior y había podido dormir sin ningún remordimiento en la conciencia. Aquello enfureció a Gladys, pero como su vida estaba literalmente en la manos de aquellos muchachos, decidió muy sabiamente quedarse callada. El cabello del joven estaba enredado en una maraña encrespada de la cual solo se podía distinguir el impresionante color ébano de esta. 

Pero el otro joven, el que tenía la apariencia de ser el mayor de los dos, parecía ser el suspiro de toda mujer en esa época y si, en una casualidad remota, se encontrará acomodado bien económicamente, resultaría el tema de cotilleo entre la alta nobleza francesa. Los ojos verdes le resultaban inquietantes a Gladys, porque no era un color de ojos frecuente u ordinario, pero pasó aquel detalle por alto, porque el joven era apuesto desde cualquier perspectiva física. Además, tenía unos rizos definidos naturalmente y de color cobrizo. A comparación de los suyos, el cabello de Gladys parecía más ficticio y postizo. 

Gladys podría pasar el día describiendo las cualidades físicas del par de jóvenes que tenía frente suyo, pero la advertencia de que ambos muchachos eran prófugos de la justica era lo que despertaba su instinto y lo mantenía alerta, recordándose que en cualquier momento ellos dos podrían matarla. 

1783Donde viven las historias. Descúbrelo ahora