II

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Lo primero que Gladys pensó fue “¡Corre!” pero sus piernas permanecieron inmóviles e hicieron caso omiso a todo pensamiento que Gladys tuviese para ponerse a salvo. Además de la aterradora espada que atravesaba el pecho del hombre, no pareciera que hubiese una gran emboscada en el barco. Con todo el silencio y cuidado que las temblorosas manos de Gladys pudieron juntar en sus dedos, cerró la puerta del camarote y dejó un pequeño espacio en el umbral para observar lo que ocurría a su alrededor. Aparte del tripulante caído, no parecía haber más hombres muertos. Gladys pensó en el muchacho Adrien y el capitán que la había atendido en el puerto ¿Acaso fue una trampa? ¿Esos hombres eran enemigos de su padre o peor, de su apellido? Gladys quería obtener respuestas, pero no se sentía lo suficientemente valiente para buscarlas. Quería mantenerse a salvo, regresar a Francia aún con las revueltas y estar en casa, aquel lugar que conocía perfectamente y en dónde no habían hombres muertos o asechanzas en cada esquina. Gladys observó todo desde la rendija. Un hombre, de aspecto joven, camino alrededor del cadáver y lo arrastró hacía la orilla del barco. Gladys no quiso averiguar que hizo con él, pero estaba segura de que aquel joven no formaba parte de la tripulación cuándo se presentaron ante ella. El cuerpo de Gladys tembló y no hizo nada para evitar aquellos estremecimientos: Estaba aterrorizada.

Trató de recordar todo lo que sabía con respecto a ese joven: Vestía como si fuese parte de la Corte Francesa, con caras ropas. No llevaba alguna peluca blanca encanecida o alguna golilla ridícula. El cabello cobrizo tenía un aspecto enmarañado y descuidado, además de una herida que atravesaba su mejilla y del que brotaba sangre incontrolablemente. Gladys no sabía quién era ese chico, si era buena persona o si acababa de matar al tripulante, pero no quería saberlo. Sus manos enguantadas sujetaban la espada que había atravesado el pecho de aquel navegante y Gladys, prejuiciosa, se juró que no dejaría que ese hombre la encontrará abordo.

-         ¡Capitán! – gritó, con voz potente y fría -. ¿Dónde está la muchacha?

Escuchó unos pasos bajar los escalones de madera crujiente y el capitán se acercó a una distancia mesurada del chico.

-         Yo… Sir… Lord, esto… la joven – tartamudeó el capitán -. Ella no está, bueno, iba a estar. Me refiero a que ella no está abordo.

La buscaban a ella. Eso olía a un engaño y sabía que el capitán recibiría el castigo por haber permitido que dos polizones tomasen control del barco y llevaran a cabo un meticuloso plan para encontrarla. Gladys dejó a un lado sus temores y una rabia recorrió su cuerpo, encendiendo cada parte motivada por la traición y valentía. 

-         ¡No mientas! – volvió a gritar el chico, con voz dura. El caballero no se mostraba amable y paciente, como Madame Annette -. Yo mismo la vi abordar este barco. La reconocería a leguas. Señor, haga mi trabajo más sencillo y juró no interrumpir más, pero ocupo a la joven.

Su voz cambió repentinamente. Aquella dureza se desvaneció para ser remplazada por un tono aterciopelado y chantajista, como aquel que Lady Whitlock empleó con su hija para convencerla en llevar este viaje a cabo. Ahí las consecuencias de ser tan buena hija, era lo que Dios le había dado por tener aquellos pensamientos rebeldes y descabellados no correspondientes de una dama. Toda traición era para ella, como un precio que debía pagar por no ser la hija que sus padres desearon. Sin embargo, Gladys no tenía intenciones de hacer el trabajo más sencillo para nadie, así que se escondió debajo de la cama con sumo sigilo y dejó la puerta tal y como estaba, para poder oír la conversación que se llevaba a cabo entre aquellos dos hombres.

-         Miss Whitlock no abordó hoy, señor – mintió el capitán -. La duquesa decidió no confiarnos a nosotros la vida de su hija. No había mucho que pudiésemos ofrecerle. Pero le ruego, señor, no me maté.

1783Donde viven las historias. Descúbrelo ahora