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  • Dedicado a Yeya
                                    

Gladys Whitlock no entendía porque debía dejar su ciudad natal, Francia, para internarse en las sempiternas sombras de la peligrosa Londres del siglo XVII. Tampoco entendía porque nadie más podría hacer ese viaje, solamente ella o porque era explícitamente necesario que Gladys, la hija de los duques más conservadores de Francia, tuviese que ir sola. Apenas tenía diecinueve y le quedaba mucho por aprender. Todavía era incapaz de valerse por su misma, pero ahí estaba, en el puerto más importante de Barfleur, sujetando una valija de viaje con sus manos frágiles y enguantadas, tratando de ver algo más que la niebla matutina. Entrecerraba sus ojos a causa de las fuertes ráfagas de viento que golpeaban su rostro con brusquedad y trataba de distinguir el barco que su madre había dicho que tenía que embarcar. Al parecer, iba a ir sola también abordo. 

Muy poca gente estaba en el puerto, solamente un par de hombres pesqueros que se levantaban temprano para la jornada laboral y una que otra persona vestida de capitán. Gladys no podía evitar sentirse ansiosa, llevaba casi veinte minutos de espera ahí y sus propios sentimientos querían ahorcarla. No podía soportar en absoluto otro minuto más esperando y mucho menos si era en soledad. Sus zapatos comenzaban a torturar sus pies y apretar sus dedos, además daba la impresión que el corsé iba a acabar con sus pulmones y dejarla sin aire. El rostro palideció cuándo comenzó a distinguir la puesta del amanecer y las nauseas hicieron aparición, aún cuándo ella no era propensa al vértigo de barco. Comenzó a sentir de que todo lo que se estaba desarrollando frente a sus propios ojos parecía ser una trampa. De nuevo, la inestabilidad hizo aparición y dejó de confiar en sus propios pies, sintiendo que la traicionarían en el peor momento posible. El carruaje que la había dejado ahí se había marchado desde hace tiempo y no creía ser capaz de poder alcanzarlo. Las calles estaban vacías y solitarias, no, tendría que esperar. Confiaba en su madre, o al menos una parte de ella lo hacía.

Un sonido atronador retumbó en el puerto y Gladys se estremeció, esperando lo peor. Sin embargo, solamente observó a un hombre con larga cabellera canosa, manos callosas y ojos cansados que la miraba fijamente.

- Miss Gladys – le saludó el hombre. Gladys, como toda una dama, hizo una corta reverencia y ofreció su mano -. Un gusto tenerla con nosotros en este viaje. 

- El placer es todo mío, Sir – replicó ella con elegancia -. ¿Cuándo partimos? Debo llegar a Londres en menos de tres días y se supone que debía partir antes del alba. El sol ya hizo su aparición. 

Aún con el temor de que Gladys pudiese sonar como una joven enfurruñada, lo dijo sin titubear. Realmente estaba molesta con toda la espera que el capitán y su tripulación la habían hecho esperar. Sus pies empezaron a sentirse adoloridos por permanecer de pie y no haber cambiado el peso de su cuerpo de una pierna a otra. Además, el viento le dio la impresión que arrancaría de un jirón su sombrero y le arruinaría el intricado peinado de rizos que se había hecho por su despedida. El hombre, sin embargo, no parecía afectado ante las palabras de Gladys, ni mucho menos fue capaz de leerle los pensamientos, así que su actitud paciente hizo que la joven se enfadará aún más

- Partiremos en cualquier instante, Miss Gladys – anunció el hombre y con los dedos le hizo una seña a un joven un poco menor que ella para que se acercará -. Si se lo permite, Adrien llevará su valija al interior del barco. 

El chico, Adrien, le regaló una sonrisa de oreja a oreja a la joven y ella solamente sintió simpatía por el muchacho, por lo que trató de imitar aquella bondadosa sonrisa que guardaba para ocasiones especiales. Lamentablemente, sus comisuras apenas se pudieron ensanchar lo suficiente en su rostro para poder catalogarlo como una “sonrisa”. Pero Adrien no le tomó importancia y sujetó la valija de Gladys con una breve inclinación en su cabeza y se marchó de vuelta al barco, tratando de soportar el peso del equipaje. 

1783Donde viven las historias. Descúbrelo ahora