Capitulo III
Pasados unos dieciocho días llegaron a Sevilla. El sol resplandecía con fulgor, se mostraba hercúleo en lo alto, calentando la ciudad con esmero; haciendo el trayecto sofocante.
Aurora dio un largo suspiro, incluso el aire que respiraba se sentía tórrido y pesado, sus pulmones hacían un gran esfuerzo por mantener una respiración regular y constante. Se abanicó con su mano en un vano intento por refrescarse. Sentía morir con el paso de los minutos. Sus ropajes la hostigaban, la saya se pegaba a ella como una segunda piel, se sentía pegajosa, y apenas poseía saliva en su boca. Cualquier contacto, por ínfimo que fuera, la incomodaba.
Miró por la ventana, deseando que la casa en la que se hospedarían hasta el día siguiente no estuviera mucho más lejos, aquel maldito calor la estaba matando.
Sevilla no se parecía nada a lo que ella hubiera visto con anterioridad, su pueblo era tan pequeño y silencioso que al compararlo con una ciudad de grandes dimensiones en el que apenas podías ver el final de una calle se volvía dificultoso, tampoco podía olvidar la cantidad de casas, de las grandes iglesias que se abrían paso ante su mirar curioso y la cantidad de gente que se aglomeraba en las calles. Parecía un mundo totalmente diferente.
El carruaje paró y no atinó a más que sonreír, necesitaba salir de allí antes de que sufriera un ataque. Pasó sin cuidado por encima de sus primas, obviando el bramido que le había dedicado la señora Castro, y se abalanzó al exterior. No sintió nada; nada más que un latigazo de calor por supuesto. La brisa no parecía llegar a aquella ciudad. Bufó hastiada.
-¿Cuándo dejarás de comportarte como una bestia Aurora?
-Pronto. En cuanto deje de verla.
La señora Castro la tomó por el brazo forzudamente consiguiendo que trastabillara con sus pies al no haber logrado dar la vuelta sola.
- Confío en que su futuro marido la reprenda con crudeza. Pero hasta entonces y por hoy, espero que se comporte.
Aurora hizo una mueca de mal gusto más no habló solo contempló, mientras sacaban el equipaje, la casa que se alzaba ante sus ojos. Era indudablemente grande pero lo que llamaba su atención era aquella fachada colorida, sin duda alguna parecía más viva que los muros de piedra que erguían las casonas del norte.
Dentro aquel calor se vio algo mitigado por una temperatura más fresca, lo que hacía que respirar no pasara a ser un tarea casi tediosa, las fosas nasales parecían agradecer aquel aire menos desértico que les proporcionaba la casa. Dedujo que la sombra de aquel corredor abierto era lo que proporcionaba aquel estado que tanto disfrutaba.
El interior era tan o más vivo que el exterior, las plantas parecían haber encontrado su oasis particular en aquel patio interno, agradeció profundamente ver caer el agua por la fuente que se postraba segura y ecuánime en el medio, captando toda la atención. Todo parecía fresco y nuevo, desbordaba vida.
-Señora Castro, bienvenida sea a mi hermosa Sevilla.
Sus ojos vagaron fugaces hacía donde provenía aquella voz movida por el incipiente deseo de conocer quién sería su anfitrión. Era un hombre de porte elegante y de facciones picudas, no supo decir que edad rondaba, pero aquel pelo canoso pudo aportar algún pequeño dato. Venía acompañado por una muchacha que rozaría su edad, supuso que sería su primogénita, no guardaban un parecido físico notorio más con edades tan dispares era lógico. La muchacha era espigada, la sacaba casi una cabeza, tenía la piel tan o más clara que Magdalena y era dueña de un pelo cobrizo que relucía bajo los tenues rayos de sol que conseguían colarse.
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Océanos de Sangre.
Ficção HistóricaAurora Ruiz Pazos no había tenido buena vida aún con aquella privilegiada posición social. Vivir con su tía y primos no era algo que ella hubiera deseado. Pero las cosas siempre pueden empeorar, es obligada a viajar al nuevo mundo para ser desposada...