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Cuando sus ojos se abrieron de par en par, Daniel vio su vieja casa, no la mansión que compró hace un año, sino, la casa de su niñez.

Cada uno de los acabados hechos y mantenidos desde 1744, con los suaves colores pasteles, pero detalles mucho más vibrantes y fuertes en varias de los accesorios que adornaban las mesas, las salas, el gran comedor, cada habitación y cada pintura que en ese lugar habitaba. El sol entraba desde una de sus ventanas favoritas, donde solía estar la mayor parte del tiempo cuando terminaba diariamente de leer un libro y su nana iba envejeciendo con el tiempo.

Olía a flores frescas, recién rociadas y a incienso, olores que le eran mucho más familiares de lo que quería admitir.

Bajo sus pies, el sonido de sus pasos se hacía en una firme y limpia plancha de mármol fino que fue puesto o remodelado tiempo más tarde. Justo cuando vio sus zapatos, vio también que iba con un pantalón negro de vestir, estilizando sus largas piernas, subiendo, una camisa blanca que no iba solo con su aroma propio, sino con el aroma dulce de Lamoon. Parpadeó varias veces, para entender en qué año estaba o si bien esto solo era algo por causa de la botella de ron que se había acabado en su propio estudio, dos noches después de haber visto a la abuela de Lamoon, abuela de la que aún no le había hablado.

Pero no era el tema, no lo fue cuando sus oídos pudieron reconocer el suave crujido de una silla viniendo del ala este, donde estaba la biblioteca. Era el sonido de la silla mecedora que estaba dentro, igualmente construida con tal elegancia y minuciosidad que escondía los rastros de uña que se hicieron en ella en más de una ocasión.

El sonido creció más cuando se fue acercando a la alta puerta, la que vaciló por varios segundos abrir, hasta que se armó del valor necesario para adentrarse y reconocer aquel aroma.

Un olor cítrico y místico, naranja e incienso.

La tímida luz de día que entraba se besaba con la sombra del otro lado de la pared, para compartir, bajo una larga alfombra de valor inmedible.

Sus ojos, detrás de varios mechones que se salieron de su lugar por el aire que entraba de la ventana, y la cortina que levantaba, no tardaron en fijarse en lo que provocaba aquel crujido de la silla mecedora.

Cabello suelto, como hijos finos, brillantes como los de una muñeca de porcelana de un castaño oscuro, adornado por ganchos de perlas y diamantes celestes. Desde donde estaba, vio sus pies descalzos detrás del fin de una falda de seda celeste y tul blanco.

El aroma al que fue adicto estaba ahí, sentado, meciéndose lentamente en aquel escondite que una vez fue de los dos.

—Mamá – susurró más para sí que para el silencio que reinaba en todo el lugar; girando alrededor de la silla para encontrarse con el pálido y hecho de porcelana rostro de su madre, su pecho subiendo y bajando lentamente, tomaba una siesta. Largas pestañas haciendo sombras en sus sonrojadas mejillas para perfilar unos rosados labios.

Evelina Buchanan Mecklem, su madre.

La vista de aquella dama, lo puso pronto sobre sus rodillas.

Más de once años de no ver tan angelical rostro, de no sentir tan celestial aura, de no respirar tan intoxicante aire de, por y con ella.

El sonido que sus rodillas y adormitado cuerpo hicieron hizo que la flamante mujer, abriera sus ojos muy lentamente, tomando cuidado de la persona que tenía con ella, justo a su lado izquierdo.

Fue ahí donde Daniel notó que no había la cantidad que recordaba, de heridas y golpes que siempre vistieron la piel de su madre, siempre adornaron la piel que robaron, que su padre robó.

Cuando un Suspiro se CortaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora