Las últimas palabras.

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Los días pasaban demasiado rápido, las obligaciones del día a día me apartaban de mi obra, y yo sumida en esa vorágine de trabajo, conversaciones vanas y rutinas impuestas me adormecí, perdí el norte, pero un día ella me dejó, rompiendo el círculo de normalidad, sacándome de aquella vida absurda.

No la quería, no sentía más allá de una atracción salvaje por su cuerpo, pero me había acostumbrado a estar en su en ella, al roce de sus labios, a sus cosquillas infantiles, a sus arrebatos salvajes entre mis muslos. Y nunca he llevado demasiado bien los cambios, por lo que aquella noche decidí salir. Pensaba emborracharme para adormecer, aunque fuera sólo un rato, aquella incertidumbre que me atormentaba desde que cerró la puerta aquella mañana diciéndome que era demasiado rutinaria para ella, que me faltaba emoción.

En el bar había un grupo muy grande de personas muy bien vestidas, pero no vestidas para una boda, más bien como si todos hubieran salido de una entrevista de trabajo, pero con la actitud de un grupo de estrellas del rock. Era una imagen curiosa y decidí saber a qué se debía aquella reunión. Al llegar a su altura empecé a oír una conversación sobre novelas policiacas. Al parecer, la anfitriona de aquella curiosa fiesta era una nueva novelista que presentaba esa noche su primera novela acompañada por una de las grandes editoriales, el entusiasmo de un sueño cumplido se notaba en el ambiente y embriagaba estando tan cerca.

Empecé a hablar con unos y con otros, ellos no se dieron cuenta que yo no era uno de los invitados a la fiesta, supongo que pensarían que sería alguna amiga de una amiga y me empezaron a hablar de su anfitriona. Todas las personas de aquella sala pensaban lo mismo de ella, que era una artista con las palabras, que era una de las grandes escritoras de este siglo y que sería recordada. Fue entonces cuando un escalofrío me recorrió la espalda. Una nueva pieza de mi obra podría estar ante mí, aunque tal vez no, primero debía conocerla en persona. Y tras media hora de conversaciones con personas simples y vacías la tuve en frente, y era mucho más de lo que podía esperar. Era tan alta como yo y su cuerpo definido y terso me excito nada más verlo. Su estilo era agresivo y lo dejaba muy claro con aquel corte de pelo y aquellos tatuajes. Al mirarla a sus ojos negros en un principio mostraban dureza, pero si mirabas un poco más su lado infantil se dejaba ver y un brillo travieso te saludaba desde sus pupilas. Hable con ella el resto de la noche, completamente embelesada por su forma de expresarse, era una maga con las palabras, era clara, directa, pero todo lo que decía sonaba único. Al amanecer la pedí que me acompañase a mi casa. Una que tenía reservada para mi obra, una que era la representación máxima de la literatura.

Al llegar, ella parecía una niña pequeña mirando cada objeto, cuadro y decoración con curiosidad y entusiasmo. Aunque lo que más le gustó fue mis cuatro escritorios que adornaban las cuatro paredes de mi salón. Cada uno de una época, el primero sostenía encima un papel artesanal y una pluma estilográfica antigua, el segundo una máquina de escribir de los años 30, la tercera, un PC de los 70 y el último un Notebook. Después de la visita guiada, acabamos en la habitación principal ocupada por la cama de dos por dos que impedía casi introducir algo más en esa estancia. El sexo comenzó despacio como presentándonos, conociendo el lugar dónde estábamos metiéndonos, después comenzó a ponerse interesante con la demostración de agilidad de nuestros dedos y nuestras lenguas, para acabar con el desenlacé tras varios orgasmos. Después de unas cuantas caricias me levanté de la cama y comenzó de verdad la historia de mi obra con el vaso de zumo que le ofrecí aderezado por mi gran amiga la burundanga.

Cuando la droga hizo efecto comencé con el escenario. Lo primero que la pedí fue que se sentase en el primer escritorio, con la sangre de un corte que realice en su antebrazo rellene el tintero y la pedí que con la pluma escribiera:

“Hay para mí más peligro en tus ojos que en afrontar veinte espadas desnudas. Concédeme tan sólo una dulce mirada, y eso me basta para desafiar el furor de todos.”

Después fuimos al segundo escritorio, con mi máquina de escribir favorita. Al pulsar cada tecla unas pequeñas cuchillas asomaban de ellas introduciéndose en tus dedos, desgarrando poco a poco las yemas. En aquella ocasión escribió un nuevo texto dado por mí:

“Es una locura odiar a todas las rosas sólo porque una te pinchó. Renunciar a todos tus sueños sólo porque uno de ellos no se cumplió.”

El tercero era un mecanismo más complicado, cables que partían desde aquel viejo ordenador e iban a parar a sus preciosos ojos, sistemas de acción reacción, en resumen, el efecto final era que con cada tecleo en el PC una descarga eléctrica iría directamente a sus ojos, dejándola cada vez un poco más ciega, mientras ella redactaba:

“Sin unos ojos que lo lean, un libro contiene signos que no producen conceptos. Y, por lo tanto, es mudo.”

Y por último el escritorio más moderno, la máquina más ligera y rápida, la más fácil de usar, y, por lo tanto, para la que no se necesita pensar demasiado. En esta ocasión y tras sentarse en la silla la coloqué en su cabeza una máquina basada en el garrote vil. La cabeza enganchada a una sujeción de metal, un temporizador y con cada medio segundo un giro a una aguja que se iría adentrando más y más en su cráneo y en su cerebro, mientras ella escribía:

“Todo lo que alguna vez amaste te rechazará o morirá. Todo lo que alguna vez creaste será desechado. Todo aquello de lo que estás orgulloso terminará convertido en basura.”

Ella no sintió dolor, al igual que los anteriores, no necesitaba que lo hiciese, sólo quería que el mundo viera mi obra y mi obra no era dolor, era realidad, cruda y sincera.

Una vez acabé cada acción en los escritorios, hice una montaña con mis libros favoritos en el centro de la estancia, desde “Alicia en el país de las maravillas” a “Asfixia”, pasando por “Romeo y Julieta”, “El último Catón” y demás libros que habían significado algo para mí. Después tumbe el bello cuerpo desnudo y ya sin vida, de aquella magnifica escritora sobre el montón de obras de arte, creando una nueva. Aquella foto fue una de las más perfectas que hice.

Mi obra estaba quedando mejor de lo que nunca había soñado, ojalá el mundo supiera apreciarla cuándo estaría acabada.

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