Único.

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Esa noche, la última noche, Dib se encontraba en el techo de su casa, intentando, sin muchos ánimos, encontrar alguna señal alienígena a la vez en la que pensaba con amargura en su enemigo ZIM.

—¿Qué planes malvados estará haciendo ahora?— susurró para sí mismo y, con la pesadez del sueño que le invadía, suspiró para después ir a la cochera.

Dib se estaba sintiendo más cansado de lo normal. Los últimos meses de su vida habían consistido en ser ignorado por su familia, en ser tratado de raro en su escuela, no ser tomado en serio y en intentar detener a ZIM, cosa en la que siempre fallaba. Se sentía angustiado y, ese día en particular, se sentía mucho peor que antes. Miró la nave que tenía allí, cubierta con una sábana. La descubrió y tocó el frío metal con delicadeza.

—¡No me pongas tus sucias manos, humano!— reaccionó la nave, y sus luces se encendieron.

Dib retiró su mano de inmediato, y miró con profunda tristeza al suelo.

—TAK, si es que te puedo llamar así — se enjugó el sudor que corría en su frente con la sábana—, ¿recuerdas nuestra conversación de hace unos días?

—Por supuesto— respondió la nave con ese tono grosero que la caracterizaba.

—Bueno, quisiera que lo hicieras ahora...

La nave no respondió. A Dib le pareció ver una expresión de sorpresa en aquella máquina fría. TAK, como él la llamaba, abrió su ventana para que el jovencito pudiera entrar.

—Esta vez vas en serio, ¿no es así?— el tono de voz de TAK fue diferente, casi como si sintiera empatía y preocupación.

—Como te había dicho antes, TAK, ya no puedo seguir así.

El lugar se quedó en silencio. Dib se aguantó unas lágrimas mientras entraba a la nave.

—No quiero que cambies de pensar, Dib. ¿Estás seguro? La última vez gritaste como una niñita. Yo no me ando con rodeos, humano.

—¿Tú qué crees?— suspiró Dib, y se terminó de acomodar en la silla.

La nave, despacio, sacó lo que parecían ser brazos, a los que Dib les decía "patas de cangrejo" y los alzó.

Los dejó en el aire, y por última vez, se cercioró de que no se trataba de otra estupidez del humano.

—No, TAK, no lo es— afirmó Dib, entre sollozos.

—Esperaré tu señal.

El garaje se llenó de sollozos y del llanto del joven Membrana. Minutos más tarde, Dib respiró profundamente e hizo una señal.

La nave de TAK, sin piedad y sin dudar, bajó aquellas patas con gran fuerza y velocidad hacia donde estaba Dib, haciendo que gimiera de dolor y destrozando sus huesos.

La sangre corría dentro de la nave, y minutos más tarde, Dib dejó de quejarse, para pasar a ser un recuerdo más de la familia Membrana.

La última nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora