Pokemón
En algún lugar de Tokio, un hombre solitario llamado Satoshi Tajiri está conquistando el mundo. El mundo virtual, claro. Tajiri acusa 34 años, posee una imaginación impecable y se pasa días enteros trabajando frente a una computadora. Ahora colecciona monstruos -su obra maestra, Pokemón, le llevó seis años de insomnio-, pero de chico, Tajiri atrapaba escarabajos y se admiraba de que los arabescos en el lomo de los bichos fueran siempre distintos. Se preguntaba qué sería del mundo si casa cosa fuese irrepetible y no vinieran en aburridas series. De ese agobio profundo nació su pasión por los juegos electrónicos. En 1982 sacó a circulación la revista Game Freak, donde reseñaba videogames y clamaba a los diseñadores por más creatividad. Nueve años más tarde, revisando las entrañas de una consola Nintendo Game Boy -la de los juegos pequeños, individuales-, le vino a la mente una imagen curiosa: un escarabajo caminaba por un cable a la manera de un equilibrista, desde una consola Nintendo a la otra. Hasta aquel día del escarabajo, no se concebían los Game Boy interactuando, cada uno jugaba con el suyo y ya; pero con la idea de Tajiri, se abrían puertas múltiples, inimaginables. ''Llegamos a la conclusión de que no había juegos de buena calidad, y por eso decidimos crear el nuestro'', confesó más tarde Tajiri a la revista Time, que les dedicó a los Pokemón (pocket monsters o monstruos de bolsillo) una de sus últimas portadas.
Es cierto: el lema de Pokemón es prometedor y alienta a la competencia ruda. Hay que convertirse en ''el mejor entrenador del mundo'', aplastando virtualmente a las criaturas de otros entrenadores o tomando un atajo inmoral y peligroso, aplastando físicamente al propio entrenador de carne y hueso. Eso lo decide la crianza de cada chico. La ambición, por su parte, ya está encendida.
Bichos peligrosos
En la pantalla chica, la serie Pokemón es verdaderamente brillante. Tanto que dos años atrás, en su lanzamiento en Japón, desató 700 casos de epilepsia a raíz de una escena en la que Pikachu, la criaturita protagonista, irradiaba rayos y fuego a una velocidad que en la tele demandó 54 cambios de imágenes en un lapso de cinco segundos. Dicen que la tensión dramática, sumada al efecto de intensa luz, a los chicos les resultó demasiado. Los Pokemón pasaron cuatro meses sin salir al aire. En la compañía explicaron que se tomaron un tiempo para re-diseñar la animación y atenuar el voltaje de colores. Fue suficiente: en el mercado las cosas se olvidan rápido. Cuando Pokemón, la primera película, desembarcó en Estados Unidos, embolsó 56 millones de dólares el primer fin de semana -20 millones de espectadores-, perfilándose como la película infantil más taquillera de la historia y la quinta de todo el cine en mayor repercusión. En América Latina, la serie de dibujos triplicó la audiencia de otros dibujos en la misma franja horaria, las figuritas se venden como agua -15 millones agotadas en Brasil- y la marca Pokemón calcula facturar hasta fin de año más de cien millones de dólares sólo en Sudamérica.
Algunos neurobiólogos con buena memoria alertan de que así como ocurrió una vez, los monstruos pueden volver a afectar la salud de los televidentes. Según ellos, chicos con alteraciones neurológicas se las verían negras frente a otra escena poblada de descargas luminosas. El coletazo distorsionaría el sistema límbico, explican, desbaratando emociones, memoria y sueño.
Pero el fenómeno Pokemón provocó tanto alboroto, que los detractores se escuchan poco.
A quién le importa si un chico apuñala a otro para quitarle unas barajas, o si otros se organizan para falsificar productos Pokemón, o si una guardia de hospital no da abasto con chicos epilépticos; en un mundo de ordenadores, encuestólogos y monstruos, las cifras hablan por sí solas y hablan solas: hasta el cierre del año, los más de 100 lincenciatarios de Pokemón piensan facturar en todo el mundo seis mil millones de dólares. Y están dispuestos a que nada ni nadie les arruine la fiesta.
-Artículo de una vieja revista de nombre desconocido.
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Libro de recortes
RandomGrupos de palabras que veo por acá y por allá; desde poesía hasta datos que aparentan carecer de sentido.