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Habían pasado ya casi dos años. Recordaba la fecha perfectamente; el día, la hora, el lugar y momento exacto en el que sus ojos se clavaron en ella. Desde aquella noche, desde aquel mismo momento en el que sus miradas se cruzaron, Abel fue incapaz de conciliar el sueño.

Cuando no eran las pesadillas, eran los ojos de aquella misteriosa mujer los que le envolvían en una angustiosa sensación de abandono y soledad.

Estaba cansado. Derrotado mentalmente, pero eso no le hacía más vulnerable. Seguía siendo respetado entre sus filas. El guerrero arconte a quien todos temían.

Sus técnicas de lucha no tenían cabida en otro ser. No había nadie como él, pero si seguía así, pasaría de ser Abel el Destructor, a ser un maldito paranoico incapaz de poder llevar ni tan siquiera, las riendas de su propia existencia.

Eran las cinco de la mañana y seguía despierto. Había organizado los turnos antes de marcharse a casa asegurándose de que todos los perímetros, y todas las zonas por la que los abominables seres de la noche solían causar mayor estrago estuvieran cubiertas.

Aquella noche no tenía guardia. Habría preferido mil veces descargar su ira contra los indeseables vástagos que sembraban el caos, amparados por la nocturnidad, que quedarse en la cama dando vueltas como un pollo asado.

Había pasado una noche horrible. Una de las peores noches que recordaba en los últimos meses.

Esas pesadillas recurrentes. Esos sueños que no comprendía no le habían dejado pegar ojo. Y su ángel protector, aquella muchacha de ojos grises que los últimos meses se materializaba en sus sueños para socorrerlo y acercarle a la luz, no había hecho acto de presencia.

Estiró un brazo y alcanzó el móvil. No había recibido ni una sola llamada, por lo que suponía que las cosas habían ido bien durante la guardia. Volvió a dejar el móvil en la mesilla. Se sentó al borde de la cama con las yemas de los dedos presionando su tabique nasal y el codo en la rodilla.

Estaba agotado, pero se negaba a seguir dando vueltas en la cama. Saldría a correr. Machacarse físicamente seguro que le despejaría.

Caminó hacia el gran vestidor que tenía al lado del baño y se preparó para salir. Como casi todas las noches de los últimos dos años, cogió sus pantalones bombachos de color negro, unas deportivas y una camiseta ajustada de color rojo. Se acercó a la cómoda blanca que tenía frente a la cama, y del primer cajón sacó un machete y su glock. Se colocó cada una de las armas en las cintas de cuero que rodeaban sus tobillos y salió del vestidor hacia la puerta, no sin antes alcanzar su móvil y sus cascos.

Necesitaba pensar. Salir del bucle en el que se había enredado aquella noche, y para ello no había nada mejor que hacer ejercicio al son de la música.

Bajó las escaleras mientras colocaba los cascos en el móvil pensando en cada una de las imágenes que le habían impedido conciliar el sueño.

La cara de ese niño aterrado, viendo como violaban a su madre mientras obligaban a su padre a presenciarlo todo sin poder hacer nada, se mezclaba con la imagen de cuerpos calcinados. El mismo niño corriendo por el bosque. Escapando. Huyendo de unos captores a los que no era capaz de poner cara. Rodeado de oscuridad. De humedad. Encadenado. Solo. Asustado.

No entendía nada. No sabía quién era ese niño ni por qué le atormentaban esos sueños.

No reconocía el lugar de los ataques y a su vez, todas aquellas imágenes le eran horriblemente familiares. Se llevó la mano al pecho y se frotó incómodo allí donde estaba su corazón. Sabía que no eran recuerdos pasados. Una situación similar no se olvidaba de un día para otro, y los arcontes no infligían mal alguno a seres que no se lo merecía. 

Nací para amarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora