CAPITULO 1

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A veces pensamos que hemos caído en un agujero oscuro y profundo del que no podremos salir, como si la guerra hubiese estallado en nuestra vida de forma limpia y silenciosa, llevándose todo por delante. Todo se destruye y entonces estás perdido, sólo en un mundo donde no queda nada. Pero tiempo después, cuando el humo se va, ves una luz.

Los lánguidos rayos de sol del atardecer le acariciaban el rostro, mantenía los ojos cerrados. El verano estaba terminando, y su nueva vida, apenas acababa de comenzar. Tenía el cabello más largo que de costumbre y sus ojos verdes poseían el misterio de los secretos ocultos. Stella se enganchó un mechón tras las orejas y le dio un sorbo al vaso de cristal tallado con whisky añejo. Ya iba por la segunda copa.

A su alrededor la ciudad rebosaba vida, y decenas de rostros sin nombre iban y venían ante su mirada indiferente, al otro lado de aquel cristal impoluto que separaba el mundo real del pozo de pensamientos en el que llevaba sumida meses.

El vacío, la inexistencia. ¿Qué lugar puede ocupar alguien que no tiene motivos para abrir los ojos ante la vida en una ciudad tan cegadora como Londres? ¿Quién era en ese instante? ¿ Qué podía hacer con su vida alguien que ha bajado hasta el purgatorio y continuaba vagando por el mundo de los vivos sin encajar? La luz anaranajada dio paso poco a poco a la oscuridad, y la copa se llenó una vez más, dos, tres. Pero las respuestas seguían sin llegar.

Sus pensamientos comenzaban a volverse más difusos cuanto más bajaba el vaso que tenía ya por aquellas horas frente a ella. El ruído a su alrededor, que hasta entonces le había sido ajeno, comenzó a inundarle los oídos hasta que pronto se volvió insoportable. Risas, conversaciones divertidas y una música ensordecedora parecía complacer a las decenas de personas que en aquellos pocas horas transcurridas desde que estaba sentada en aquel bar se habían reunido a su alrededor para dar rienda suelta a un sentimiento tan lejano como añorado para ella. Algo tan sobrevalorado y caro como la felicidad.

- Señorita, vamos a cerrar.- la sobresaltó el camarero al cabo de lo que le precieron pocos minutos- Debería irse.- la miraba extrañado. Ella le dedicó una mirada fría y sin decir nada se levantó. Cogió el bolso de la mesa y en cuanto se puso en pie notó cómo sus piernas no conseguían sostenerla. Joder, había bebido demasiado y ahora no sabría cómo llegar a su estúpida casa nueva.

De todas formas, por qué querría irse allí? Apenas llevaba dos semanas y todavía le quedaban otras tantas por delante de insufrible aburrimiento hasta que la enviaran a aquella...cárcel de niños pijos donde la iban a encerrar durante el curso. Prefería estar sola antes que aguantar las discusiones, las miradas analíticas que parecían estar esperando que se rompiera de nuevo, el control sobre cada uno de sus movimientos cada vez que iba al baño o salía a tirar la jodida basura. Aquel era su primer día de libertad, y aunque sabía que no debía haberse escapado de casa, no podía evitar una gran satisfacción por haber salido de aquella especie de prisión preventiva a la que la llevaban sometiendo sus padres desde hacía meses, cuando ocurrió... el accidente. ¿Cómo pretendían que lo superase si no le dejaban hacer una vida normal?. Quizá eso nunca sería posible para ella, pero al menos sí pensaba permitirse el lujo de contemplar el mundo que la rodeaba desde el abismo y sin sujeción. La adrenalina. Sólo aquello la hacía sentir que continuaba bombeando sangre aquella piedra interna a la que llamaban corazón.

La brisa nocturna le golpeó la cara en cuanto salió al exterior. Se abrazó a sí misma en un gesto inconsciente e inútil de mantener el calor y comenzó a caminar con dificultad a lo largo de aquella concurrida avenida. Hubo un tiempo en que había temido a la soledad más que a cualquier otra cosa. Siempre tenía que estar rodeada de sus amigos, sus padres, o como mínimo por aquel gato que tenían en su infancia llamado Rizo que ronroneaba siempre a los pies de la cama de Stella. Sin embargo había abrazado esa soledad como una vieja amiga de la que ir con la mano, y juntas se habían adentrado hace tiempo en el camino de las sombras del que nadie más volvía a salir. Lo que realmente la asustaba ahora era la gente, el calor, la cercanía. Quizá se hubiera convertido en un bloque de hielo sin darse cuenta. Al fin y al cabo, el último rayo de sol se había apagado hacía mucho tiempo, y el invierno se estaba extendiendo tanto que todo lo que pisaba estaba muerto.

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