Marcel

90 13 17
                                    

Marinette


Ley doy vueltas a la nota entre mis dedos, esperando que milagrosamente me llegue algún tipo de consuelo.

Anoche no dormí más de dos o tres horas. Giré tantas veces entre mis cobijas que al final la sábana quedó hecha un remolino entre mis piernas y no me quedó de otra que levantarme y hacerme un té.

Mi madre solía insistir en que no había nada que no arreglara una buena taza de té, pero desde hace mucho perdí la fe en aquella oración. Si soy honesta conmigo misma, no sólo perdí la fe en eso, sino, es como si cualquier atisbo de verdadera esperanza durante algún momento de mi vida hubiera desaparecido.

Y cuando por fin conseguí conciliar el sueño, como todos los días, volví a soñarlo. Como si mi mente se hubiera convertido en un bucle del que no puedo escapar. Primero viene la luz, luego las mariposas, y por último la oscuridad, y yo me hundo en ella al tiempo que siento cómo mi corazón colapsa y no me queda energía ni para gritar. Pero entonces lo hago, y sé que estoy despierta.

Y la pesadilla se hace real.

Hace mucho tiempo, en una clase de escritura creativa, la maestra en turno comenzó a divagar sobre lo fugaces que somos todos nosotros, y cómo toda nuestra vida no es más que un diminuto instante, el cual generalmente no parecemos apreciar.

Entre aquella conversación, mencionó algo que jamás habría de olvidar: ¿y qué pasa si un día simplemente ya no estás?

En su momento, no supe porqué sus palabras se adhirieron tanto a mi mente, porqué se colaron hasta lo más profundo de mis pensamientos y me removieron las entrañas.

Todavía recuerdo que lo anoté en un cuaderno, y Marcel se burló de mí por horas, porque a pesar de que yo nunca apuntaba nada, esa vez lo había hecho.

No se cansó de burlarse, pero yo sí me cansé de oírlo, así que me indigné por casi una semana y dejé de hablarle hasta que se disculpó obsequiándome una malteada de chocolate.

Esa fue la primera vez que me molesté en serio con él, y es confuso cómo algo que en aquel entonces me hizo refunfuñar tanto, hoy me hace reír casi tanto como me hace llorar.

Y descubrí qué es lo que pasa cuando alguien simplemente ya no está.

No hay día en que no extrañe a Marcel, y dejaría que se burlara de mí el resto de mis días con tal de volverlo a ver. Lo dejaría sentarse en mi lugar durante las clases, robarse mis lápices y seguir con sus tontas conquistas exprés si tuviera la más mínima oportunidad de hacerlo volver.

Pero no sé cuántas veces me han repetido que, de la muerte, nadie vuelve.

Me lo repito también yo cada día, al abrir los ojos por la mañana y mirarme en el espejo, en la escuela, en la guarida, en cada lugar y a cada segundo.

Y no puedo evitar odiarme un poco por pensar que no pude salvarlo.

Y no puedo evitar odiarme un poco al caer en cuenta de que no fue mi culpa.

Pero si algo sé, es que jamás, jamás, dejaré que suceda otra vez.

Unos pasos me sacan de mi ensimismamiento, y cuando giro el rostro para ver quién se aproxima, el corazón se me paraliza al darme cuenta de que es Adrien.

Viene con las manos metidas en los bolsillos de su chamarra verde oliva, que debe resguardarlo muy bien del terrible frío que justo hoy tenía que estar haciendo.

Cuando me ve sonríe poquito y acelera ligeramente el paso para llegar hasta mí.

Es increíble lo mucho que he aprendido a controlar mis sentimientos hacia él, y no sé si sea su perene proximidad o mi lastimado orgullo lo que más me pesa, lo que sí sé, es que desde la muerte de Marcel, nada ha vuelto a ser lo mismo.

Saving meDonde viven las historias. Descúbrelo ahora