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La noche era, en resumen, perfecta. La luna parecía brillar más que nunca, tanto que, si se apagaran las luces de la calle, la luz de la luna alcanzaría para iluminar la ciudad entera. Era una vista tan impresionante que no pudo evitar salir de la cama y caminar hacia el balcón. Siempre amó esos momentos "a solas", en los que se relajaba y apreciaba las pequeñas buenas cosas de la vida. Pero algo faltaba esa noche. Y solo Dios sabe que era capaz de identificar a la perfección qué era ese algo, sin titubear.

—Mierda —soltó apenas se dio cuenta de lo que pasaba: lo extrañaba.

Igual, sabía que no estaba bien (¡para nada bien!). Podría dar un discurso explicando miles de razones por las cuales eso no estaba bien.

Se tapó con la sábana que había sacado previamente de su cama y suspiró. Era momento de dejarlo ir. ¿Cómo era posible que no pudiese enfrentar la realidad y ponerle un límite a su estúpido juego? Se estuvo pidiendo a sí misma dejarlo ir repetidas veces. Ni un disco rayado se comparaba al desastre que era su mente. ¿Era tan complicado comprenderlo?

—Eu.

Lo era. Era increíblemente difícil de entender, gracias a... él. Agh, su voz. Aunque no se había volteado hacia él aún, podía imaginárselo ahí parado detrás de ella, impecable, vistiendo su camisa a cuadros azul y sus pantalones chupines de jean negros. Sí, obvio que usaba cada segundo del día para enlistar las tantas razones por las que debería ponerle fin a esta tonta escena, pero, mientras el sol controlaba la situación, realmente no importaba cuántas barreras pusiera. En cuanto la luna apareciese, no le tomaría más que segundos a él reducirlas a pequeños y estúpidos pedazos.

Caminó hacia ella. Si bien sus pasos eran serenos, decir que no estaba ni la mitad de nervioso que ella era quedarse corto. Sus ojos azules como el mar inspeccionaron cada centímetro de su cuerpo, deseando verla voltearse y sonreír como una nena chiquita, y luego correr hacia sus brazos, al igual que lo hacía cada noche. Pero no pasó, para su sorpresa. Con solo posar su mano en la espalda de ella, lograría hacerle perder la razón o lo que fuera que necesitara para bloquear los sentimientos que él le provocaba. Ella lo sabía muy bien. Sin embargo, y considerando que él la conocía como la palma de su mano, obviamente que procedió.

—No —apenas pudo susurrar, mientras se sacudía levemente para alejar de ella la mano del chico.

—¿Qué? —murmuró él y frunció el ceño.

—Hoy no —gruñó —. Estoy... harta de vos.

Eso era medianamente verdad. Por ende, se estaba volviendo una mentirosa lo suficientemente rápido como para decepcionar a sus papás, y no había justificativo para su accionar.

Y él se rió. Ah, ¡obvio que se rió! Ella no sabía fingir, cualquiera podía darse cuenta cuando estaba mintiendo (ni hablar, él).

—¿Harta? ¿Alguna vez te harté? —la desafió, con la intención de tomársela en serio.

No hubo respuesta a eso. ¿Qué más podría hacer? No podía inventarse una excusa de la nada, porque él reconocería sus evasivas. Él, simplemente, sabía. Demasiado.

—Dale, linda. Sé que estás mintiendo —dijo, con tono seguro, y ella no podía contradecir ese argumento—. ¿Cuántas noches me pediste más al sentir mis labios sobre los tuyos cuando podrías haberme pedido que me vaya, si te hartaba?

Trató de rodearla con sus brazos pero ella se corrió, dejándolo oficialmente desconcertado.

—Pero qué...

Finalmente se volteó hacia él, y él descubrió sus ojos llenos de lágrimas. Ella miró hacia otro lado y habló antes de que él lograra hacer otra cosa.

medianoche; luke hemmingsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora