7. Antes del baile.

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Un pequeño caos era lo que se estaba viviendo en la casa de los Melmont, y no era para menos pues el tan esperado día del baile había llegado.

El servicio iba y venía; poniendo, quitando; pasando, dando; acomodando, reacomonando... Todos vigilados por la neutral y exigente mirada de Madame LeBlanc, quién era la mano derecha del señor Melmont.

Ella se ocupaba de todo lo referente al cuidado de la casa y de la joven Marie, más de ella pues era su nana, desde que había nacido.

—No, no, no, no, no —exclamó LeBlanc con un marcado acento francés. —Ese florero luce horroroso en ese lugar, cámbialo Anna. Colócalo cerca de la escalera. Por ahí había un hueco.

La joven sirvienta asintió ante la negativa de la mujer y colocó el florero en el lugar donde le habían indicado. Luego continuó con sus otras labores.

LeBlanc caminó hacia el otro extremo del salón, donde otros trabajadores acomodaban las pesadas y enormes cortinas rojas. Habló con uno de los lacayos, diciéndole cómo debían acomodarlas para que los ventanales lucieran mejor.

Al acabar de hablar escuchó la voz de su patrón, Melmont, que venía en busca de ella.

—Ah, ahí está querida Cécile. ¿Cómo van los últimos detalles? —habló en tono amable y hasta entusiasmado, mientras le dedicaba una ligera sonrisa a LeBlanc.

—Todo va bien señor. —respondió ella con tono serio y firme. —Sólo falta que acomoden las cortinas y coloquen los últimos floreros.

Melmont asintió, mientras comprobaba lo que ella le decía.

—¿Y los músicos?

—Ya llegaron, señor. Están en la cocina cenando algo antes de subir y tomar sus lugares. —dicho esto, LeBlanc señaló un extremo del salón donde las sillas ya estaban listas para los músicos.

—Perfecto, todo me parece perfecto. —dijo él con el mismo tono de antes. Madame LeBlanc se sintió satisfecha al escucharlo y soltó un leve suspiro de alivio.

—¿Necesita que le informe sobre algo más, señor?

Melmont negó con la cabeza y su semblante cambió, de expresar ese entuciasmo moderado pasó a un modo exasperado. Madam sabía el cambio en su señor.

—Marie es la que me necesita, ¿verdad?

—Así es, y es urgente, hablé con ella y sigue sin querer estar en el baile. No puedo permitir eso. En fin, espero que te escuche a ti, pues lo único que logré fue que me diera un portazo en la cara. —Melmont hizo una pusa. Le molestaba que su hija actuara así, pues prácticamente era como su presentación en sociedad. Uno nunca sabe lo que puede pasar en bailes como el que él iba a impartir.

—Ma petite Marie está haciendo un berinche pero ella sabe, más que nadie, que debe estar presente. Déjemelo a mí.

Melmont asintió antes de retirarse. LeBlanc dejó a cargo al mayordomo de los últimos detalles y se dirigió al cuarto de Marie.

Melmont se dirigió a su despacho, donde encontró sentando a su sobrino, Matthew. Era hijo de su hermana menor, quién había fallecido hace unos cuantos años, dejando como última voluntad a su hermano que cuidara de él. Melmont así lo hizo. Matthew era como el hijo que nunca tuvo, a él le había enseñado todo lo que sabía sobre el mundo y su gente. A demás le estaba agradecido pues por su inteligencia y encanto había logrado culminar muchos negocios importantes.

Matthew no notó el entrar de su tío, pues estaba mirando hacia el jardín, a través de una de las ventanas. Tenía las manos tras su espalda, una sobre otra; miraba a los jardineros regar por última vez las flores y el pasto antes del baile.

—Pensé que estarías en tu habitación, hijo. —habló Melmont para hacerse notar, pues pareciera que Matthew estaba en otro mundo. El joven volteó el rostro y sonrió un poco al verle. Llevó sus manos a los costados y soltó una suave risa.

—No, tío, me moría de aburrimiento ahí. Espero no te moleste el hecho de que venga aquí antes de cambiarme.

—¿Molestarme? ¡Claro que no, hijo! —respondió Melmont en medio de una risa sonora. —Sabes que este es nuestro lugar de trabajo. —hizo una pausa y se acercó a él para pasar uno de sus brazos por los hombros de muchacho. —¿Estás listo para el baile?

Matthew asintió aunque se le veía muy ensimismado. Eso le provocó interés a su tío. —¿Estás bien, Matt?

—Estoy bien tío, es solo que estoy preocupado.

—¿Preocupado? ¿Por qué, hijo?

—Por todos los rumores que he escuchado de ti. —admitió el joven, mirando a su tío con cierto pesimismo. Melmont lo notó y movió la mano que tenía libre, restando importancia al comentario.

—No hagas caso a eso. Sabemos lo que somos ¿no?

Matthew volvió a asentir, esta vez más animado.

—Vamos, hijo, esta noche promete cosas, no hay que desgastarnos con especulaciones. ¿De acuerdo? —sentenció con una mirada entre cómplice y oscura.

—De acuerdo, tío.

—Muy bien. Ahora —dijo sacando su reloj y corroborando la hora, —es tiempo de ir a cambiarse, tenemos los minutos encima.

El joven sonrió con simpatía y se zafó del brazo de su tío, dándole la razón. Salió del estudio cerrando la puerta tras de sí.

Melmont se quedó un rato más ahí. Se sentó tras su escritorio y sacó un puro, lo prendió y dio bocanadas. Se recargó cómodamente en su silla y siguió fumando, teniendo altas expectativas sobre su baile.

Un enredo aristocráticoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora