Una suave brisa entró desde la ventana abierta de la clase, justo en el sitio en el que me sentaba yo, refrescándome ligeramente. Era ya finales de Septiembre, pero aún así las temperaturas seguían siendo bastante altas y no había caído ni una gota de lluvia. Los telediarios soltaban las típicas noticias alarmistas de "la peor sequía en los últimos 20 años" antes de pasar a emitir anuncios de Endesa o Nestlé. Bastante irónico.
Miré por la ventana, fijándome en el color de las hojas de los árboles y perdiendo completamente el hilo de la clase de Ciudadanía que estaba teniendo lugar. Nos estaban explicando la Constitución, ese papel inútil al que la gente sólo parecía importarles dos o tres artículos. ¿De qué servía siquiera escucharla si luego a todo el mundo le daba igual? Ya bien podrían c, que al menos esas normas no hay bicho viviente y no viviente que pueda saltárselas.
Con la cabeza metida en mis propias cavilaciones no me di cuenta de cómo pasaba el tiempo hasta que el timbre de la clase profirió su estridente sonido de siempre. El profesor dio por terminada la clase y rápidamente los alumnos comenzaron a hablar y recoger sus cosas para volver a casa. Vi acercarse a Alberto hacia mí. Un chico tranquilo que, aunque no lo aparentase a simple vista, había sido un ligón toda su vida. El chaval se sentó con cara cansada en mi mesa, cruzándose de brazos. A su lado apareció Irene, con la misma sonrisa de siempre.
-Bueno. ¿Ya has decidido si vas a presentarte o no? Las votaciones son el viernes y todavía no sabemos a quién votar si tú no te presentas. -Claro, las elecciones a delegado eran en un par de días. Alberto e Irene habían insistido en que me presentase, aunque yo no estaba tan seguro.
-Hm... No lo sé... He oído que va a presentarse gente muy popular, probablemente vaya a hacer el ridículo. -Hablé mientras guardaba mis cosas en la mochila. Quería irme cuantos antes a casa para empezar un nuevo libro de Marx que acaba de comprar en la librería del barrio.
-¡Venga ya! -Irene habló con vigor, como siempre hacía. A veces parecía que no se le acabase nunca la energía a aquella chica. -Estoy segura de que puedes sacar unos cuantos votos, y ya sabes cómo funcionan las cosas aquí. Si lo haces bien puedes llegar a subdelegado. -En mi instituto las elecciones a delegado eran algo diferentes. No ganaba el que más votos tenía, si no que todos los votos contaban. Las elecciones se hacían el viernes y el lunes siguiente se elegía el ganador. Un candidato podía darle sus votos a otro a cambio de promesas o ciertas responsabilidades, de modo que se dejaba el fin de semana para que la gente negociase sus alianzas.
Suspiré y me levanté de la silla. Si tantas ganas tenían de que me presentase, ¿cómo iba a negarme? Me despedí de ellos con la mano y me dispuse a salir de la clase ya prácticamente vacía, me esperaban unos cuantos minutos de caminata hasta mi casa. Mientras salía del instituto decidí sacar el libro de la mochila y comenzar a leerlo, esperando que así se me hiciese más llevadero el camino hasta casa. El camino que solía tomar estaba bastante poco transitado, de hecho, pocas veces pasaba gente, así que podía leer tranquilamente sin miedo a chocarme con nadie.
O eso creía.
A medio camino, durante un párrafo extremadamente interesante donde Marx hablaba de la clase en sí con la clase para sí, sentí como golpeaba mis piernas contra algo, perdiendo el equilibrio y cayendo de bruces contra el suelo. Me incorporé ligeramente y a duras penas, con los brazos llenos de gravilla del camino y un buen coscorrón en la cabeza en el que puse una mano para tratar de mitigar el dolor, como si eso fuese a hacer algo.
Al girar hacia atrás a ver qué era lo que había golpeado me quedé completamente congelado. Allí, agazapado y mirándome con cara de bobo, estaba Pedro. Tenía las manos ocupadas en uno de los cordones de sus deportivas y la boca medio abierta en una especie de mueca.
No tenía mucha relación con Pedro. Pese a ir a la misma clase que él, apenas habíamos hablado. Pedro era demasiado popular, rodeado siempre de gente completamente embelesada por su encanto. Él nunca se había fijado en mí, y yo vivía bien así. Tras unos segundos completamente quietos, mirándonos, él se levantó rápidamente, comenzando a soltar una disculpa.
-Oh, Dios. Lo siento mucho, Pablo, no me fijé en que llegabas. Madre mía, espero que no te hayas hecho daño. ¿Cómo estás? ¿Te duele algo?- Pedro extendió una mano hacia mí. -Deja que te ayude a levantarte, por favor.
Yo me quedé embobado unos instantes, observando la mano que había extendido hacia mí. Realmente era musculoso el chico ese. Solté un suspiro y acepté su ofrecimiento para ponerme de pie. -No te preocupes, Pedro. Es culpa mía. Iba leyendo y no veía por dónde iba...- Tras decir eso, me puse a mirar algo nervioso alrededor. ¿Dónde estaba aquél dichoso libro? -¿Has visto a dónde ha ido a parar mi libro? Debió de salir volando cuando me caí.
A los pocos segundos, Pedro volvió a extender su brazo hacia mí, aunque esta vez llevaba la mano ocupada por un pequeño libro con la cara del pensador alemán en la portada. -¿Es este? Estaba ahí atrás. Espero que no esté en muy mal estado. -Pedro se paso una mano por la nuca, apartando la mirada con una sonrisa incómoda. Parecía realmente afectado por lo que acababa de pasar, como si le diese mucha vergüenza. Parecía mirar alrededor como si hubiese algo que le pusiese nervioso, como si tuviese miedo de que... les viesen juntos.
Claro. Tenía todo el sentido del mundo. Pedro era muy popular en la escuela y yo era más bien un bicho raro. No tenía problemas con nadie, pero tampoco nadie a parte de mis amigos se le acercaba demasiado. Probablemente estuviese nervioso de que alguien del instituto le viese ahí, hablando conmigo. Hice una mueca y le arrebaté el libro de las manos a Pedro, quizás de forma bastante brusca por cómo dio un respingo hacia atrás.
-Sí. Es este. Muchas gracias y perdón otra vez. -Me apresuré a salir de allí corriendo, con más rabia que vergüenza. Quizás fuese esa misma rabia la que me hizo ignorar cómo le vi por el rabillo del ojo levantar ligeramente el brazo mientras yo me iba de allí volviendo a enterrar la cabeza en el libro, tratando de que las palabras del manuscrito desterrasen los pensamientos intrusivos de mi mente.
Me esperaba una mala noche, probablemente.