Capítulo 1: Misterio en el desastre

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        La señora, de unos cuarenta años de edad reposaba sobre la cálida arena blanca de la pequeña Praia da Ferradurinha ubicada al sur de Buzios, en Brazil. Como si fuera una diminuta porción del Edén, apenas llegaba a los cien metros de longitud pero aun así las treinta o cuarenta personas que la disfrutaban parecían abarrotarla. Algunas nadaban y otras, como si fuera una pileta natural, solo permanecían ahí, quietas, disfrutando del verde agua cristalina. Otro grupo, al igual que aquella mujer, se rendía al potente sol de mediodía que ya se sentía en forma de ardor en la piel. Por momentos, hasta daba la sensación de que el calor podía verse desprendiéndose de las rocas que abrazaban la bahía.

         La mujer, muy cuidadosa, llevaba puestos unos anteojos para protegerse; pero aun así el sol la obligaba a mantener los ojos cerrados por largos períodos de tiempo. De no ser por su hijo que jugaba en la arena a unos diez metros de allí, aquello sería más bien una siesta placentera.

        Adeilton, en su cuarto verano de vida ya merecía la categoría de experto en el arte de armar castillitos de arena. Desde sus primeros días, su padre, un reconocido arquitecto, lo había alentado a jugar al constructor. Los niños suelen hacer y deshacer cualquier cosa que hayan hecho. Sin embargo,  el pequeño Adeilton era diferente. Él construía pero jamás destruía. Esa era una de las causas por las que solía ubicarse bien lejos de la orilla, casi pegado a una verja que limitaba un terreno de un hotel con ubicación privilegiada. De esta manera podría evitar que sus fortalezas de arena sufrieran un derrumbe por culpa de las olas: eso tampoco le gustaba.

         Ese día,  por primera vez en mucho tiempo falló su estrategia de protección. Casi pasando desapercibida, una diminuta ola, aunque lo suficientemente grande para él, por fin alcanzó y deshizo el castillito. Casi automáticamente, los pequeños ojos de Adeilton se llenaron de lágrimas,  que no tardaron en convertirse en un desconsolado llanto. Fue tanta la angustia que su madre despertó bruscamente, como quien despierta de una pesadilla. Pero allí lo vio sentado y bien, sólo quejándose por lo ocurrido.  La madre sonrío, tranquila, en el mismo momento que una segunda pequeña ola con una inusual fuerza llegó nuevamente a donde se encontraba el niño. Esta vez, el agua le cubrió las piernas, lo que provocó que el sollozo se transformara en gritos desesperados. Entonces sí, la mujer se levantó y comenzó a caminar hacia donde se encontraba su hijo, dispuesta a consolarlo pues no veía que hubiera posibilidad de que el lamento cesara por arte de magia.

                                                                 Pero ya no había más tiempo.

         Un agudo y estruendoso grito apagó el llanto del niño: el grito que una madre no querría pronunciar jamás. Un joven extraño que ella juraría haber visto aparecer de la nada, acababa de tomar al niño por la espalda y corría a toda velocidad en dirección al angosto pasillo por el cual se entraba y se salía de la playa. Intentó alcanzarlo.

                                                                 Pero ya no había más tiempo.

         La mujer vio impotente como aquella persona le había a arrebatado a su hijo frente a sus narices y se lo llevaba corriendo, con total impunidad. La desesperación, el miedo, y el shock que le produjo aquella situación la habían transportado a una suerte de mundo paralelo: porque mientras perseguía al individuo, jamás reparó en la gigantesca ola que se aproximaba a toda velocidad hacia la orilla.

        Sólo unos segundos antes de que la furiosa marea alcanzase la costa, la mujer fue testigo de algo que sus ojos no lograron comprender: aquel joven, con Adeilton en brazos, cruzó el umbral del pasillo y, con el mismo envión que con el que venía, atravesó el tronco de un majestuoso árbol que custodiaba la entrada a la playa, desvaneciéndose sin dejar rastro.

         Y entonces, una inmensa pared de agua de casi cuarenta metros, no le dio tiempo para reaccionar a los bañistas. Los que intentaba salir del agua apenas llegaron a tocar la orilla. Los que habían estado acostados y disfrutando lo que era un hermoso día de playa ahora corrían en todas las direcciones, presos del horror y la desesperación. Pocos llegaron al pasillo que funcionaba como la única a salida a una calle aledaña. Los demás, los restantes, fueron arrasados por la gigantesca ola como si fueran parte de aquel paisaje que ahora yacía destruido e irreconocible.

        Las noticias del día posterior sólo hablaban del desastre en la costa sur de Buzios, en el estado de Río de Janeiro. El Tsunami, que no había podido prever ningún sistema de alerta,  había devastado con todo a su paso en las playas brasileñas, con foco principal en las turísticas bahías de Ferradurinha y Geriba.  La marea ni siquiera se había retirado momentos previos al tsunami. “Según los datos extraoficiales el fenómeno habría acabado al menos con la vida de noventa y ocho personas”. Pero todos, absolutamente todos hablaban del milagro: el milagro de un niño el milagro de un niño de cuatro años que fue encontrado en la playa, minutos después de la catástrofe, completamente ileso, lúcido, sin signos de golpes o marcas de ningún tipo y abrazado a su madre moribunda que -gravemente herida- se recupera en el hospital...

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