Capítulo 3: El día en que la historia cambió

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Küntruy apoyó con cuidado la cabeza de su hermano en el piso. Lo miró fijamente a los ojos que, perdidos en algún lugar, aún conservaban un extraño y especial brillo.  Sus lágrimas caían sobre el rostro de Montuln pero ella no se preocupaba en secarlo. Sentía tristeza, bronca, impotencia. Si tan solo hubiese llegado unos minutos antes podría haber atenuado el efecto de la flecha de Lapeyüm… Se preguntaba una y otra vez por qué se les había ocurrido hacer lo que hicieron pero la respuesta era fácil: los dos sentían igual, pensaban igual,  actuaban igual. Y nunca hubiesen podido quedarse inactivos, sin hacer nada, ante semejante injusticia y crueldad. Sin embargo, ahora allí yacía su hermano: inmóvil, inerte, muerto.

Ella no podía dejar de mirarlo. Habían sido diecinueve años de una misma vida, una única vida compartida. Porque era mucho más que su mellizo. Era su amigo, era parte de ella. Se dejó caer sobre su cuerpo, en un intento de abrazo que duró largos segundos. Casi sin despegarse le besó la mejilla y cuidadosamente le cerró los ojos con su mano. Finalmente, antes de ponerse de pie le susurró acercándose más al corazón que a los oídos.

-Lo único que aliviará mi alma es que se que no has muerto en vano, lo juro. Te quiero y te extrañaré…}

       De pronto, aquella angustia se transformó en miedo y desesperación en un segundo. Porque repentinamente, un gran estruendo pareció quebrar en mil millones de pedazos el silencio del lugar. Küntruy giró su cabeza, y mirando al horizonte por el que se perdía la playa, divisó lo que parecía ser una llama de casi tres metros de altura. No sólo eso, sino que además era negra. Un fuego negro e intimidante que nacía desde la misma tierra y crecía cada vez más. Küntruy, aún estando a varios kilómetros de allí podía sentir el ardor en su piel y en sus ojos llenos de miedo.

-No puedo creer, es el fuego…–se dijo aterrorizada.

         Si no fuera porque sus amigos estaban en camino, definitivamente hubiera vuelto a casa. Pero ahora debía esperarlos y advertirles, tal como lo hizo Montuln, que luchar era en vano y había que escapar. Afortunadamente, recordó que tenía en su poder la esfera azul de Minchekewün. Se le ocurrió que, quizás, todavía conservaba sus poderes. Era probable que no hubiera pasado más de una hora desde la muerte del anciano. Entonces, al igual que había hecho su hermano para llamarla a ella, colocó la esfera frente a sus ojos.

-¡Duam! Soy yo, Kün. No vengan, vuelvan a casa, ellos están aquí y están decididos a acabar con nosotros: han lanzado el FuegoIaik. Contesten, ¡por favor! –rogó– y entonces yo regresaré también.

           Desde tiempo milenarios, se sabía que El fuego de Iaik era la señal de que quien lo enviara, venía en son de guerra dispuesto a matar, a terminar con cualquier vida que se le imponga. De ir por la destrucción total. Ella lo había visto sólo una vez en su vida pero era sabido que muy pocas veces en la Historia alguien lo había sido usado. Küntruy sabía que debía huir inmediatamente. No obstante, quería esperar a sus amigos y asegurarse que retornaran sanos y salvos.

       Fue en ese momento que sintió que se le paralizó el corazón. Alrededor de treinta figuras humanas aparecieron en lo alto de un morro, a medio kilometro de ahí. Llevaban puesto exactamente  la misma vestimenta que los jóvenes y el anciano, pero en lugar de ser blanca, las de aquellas personas eran túnicas completamente negras. Algunos estaban subidos a unos altos caballos, también negros, y otros estaban a pie. Pero todos tenían algo en común: llevaban armas. Armas mortíferas y letales. Arcos y flechas, espadas, sables, lanzas y bastones, entre otras tantas. Todas de gran tamaño y con un brillo especial. Todas preparadas para matar.

-¡Duam! ¡Contés…–

          El miedo volvió a interrumpirla. Sin mediar palabra, uno de los hombres ubicado en el medio de una fila que habían formado aquellos extraños individuos en lo alto del morro, había disparado algo que se veía como una bola de fuego negra, que viajaba a toda velocidad y en dirección a ella. Segundos después, ya no era una sola, sino dos. Y tres, cuatro, diez. Todos habían empezado a disparar. Decenas de bolas de fuego negro volaban hacia donde ella estaba parada. No podía defenderse porque era inútil. No tenía con qué responder tampoco, aunque también hubiese sido inútil. Tenía una sola opción que era la de abandonar el lugar mediante el árbol por el que había llegado y después, rezar para que sus amigos pudieran escapar. Si decidía eso, debía hacerlo ya.

Pero Küntruy permaneció allí, inmóvil.  Lucía resignada, como esperando que aquellas bolas de fuego, que no eran más que letales flechas encendidas por el fuego de Iaik, en cuestión de segundos la quemaran viva. Sólo pensaba en su hermano. Quizás pensó que al menos podría volver a verlo en otra vida.

Entonces pasó.

           Fue tan rápido que no llegó a comprenderlo. Tres destellos blancos aparecieron frente a ella: tres jóvenes más, dos hombres y una mujer con unas extrañas espadas brillantes en sus manos se ubicaron unos metros más adelante de donde ella se encontraba.  Y así, desviaron las primeras bolas de fuego. Uno de ellos se arrojó sobre Küntruy y la tiró al piso. Mientras se arrastraban hasta el gran árbol, los otros dos jóvenes rechazaban como podían las flechas que seguían cayendo. Y después todo fue blanco.

             Cuando Küntruy abrió los ojos el lugar era completamente diferente. Vio sus montañas, sus lagos, su gente. Finalmente estaba en casa. Sin embargo, algo andaba mal.

Toda la comunidad, que vestía igual que ellos, estaba reunida formando una gran ronda. Ella estaba acostada en el piso, rodeada por sus amigos. Alguien en el medio de aquel tumulto hablaba con una voz que cortaba un ambiente sepulcral.

-Ha sido la gente de Tenshken. No sólo han atacado en Ferradurinha, sino también ha habido ataques devastadores en Cádiz, España, y en Victoria, Australia. Sólo falta confirmar las inundaciones de Ondjiva al sur de Angola pero a esta altura no hay duda que han sido ellos. Y las víctimas serían miles de inocentes. Creo poder decir que están dispuestos a todo. Seguramente vendrán por nosotros primero, y no será dentro de mucho tiempo. Debo decirles también que hoy la Historia ha cambiado y no podemos darle la espalda.

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