Día de Niebla - Mick Taylor

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Autor: MickTaylor083

—No seré otra vez tu juguete —dijo mientras clavaba sus ojos en mí.

Yo, que desde hacía horas ardía en impaciencia de un lado a otro de la estación, hice caso omiso, mas asentí y la invité a caminar.

Desde hacía varias horas había esperado su llegada y entonces, bajo la niebla abrazadora de aquella extraña ciudad, pude ver esos hombros agudos, fríos y contundentes como marfil que retocaban la inquietante curvatura de su delicado cuello.

Caminamos un rato por lugares que no son atractivos al turista, luego, tomando el tranvía, viajamos por un par de horas. Visitamos algunas grutas, comimos lo que el camino nos invitaba y hablamos con personas de caras largas acerca de cosas sin sentido; pareciese que ninguno de los dos estuviese ahí en ese instante.

Hartos del fracaso con nuestras caras de intento de turistas, regresamos a la ciudad apenas caía la noche.

—Alguien al otro lado de la ciudad nos espera —le dije mientras trataba de tomar un taxi bajo la llovizna—; terminemos esto de una vez.

Ella, acercándose a mi rostro, habló con voz monotónica de autómata, mientras barría con sus ojos el interior de los míos:

—¡Llévame a esa habitación de nuevo!

—Lo que ahí suceda podría perseguirte todos los días —repliqué.

—¡Lo que no sucedió me ha perseguido todas las noches! —respondió mientras me daba la espalda y andaba calle arriba contoneándose con aires burdos.

No pude siquiera responder, le alcancé y al menos por tres cuartos de hora anduvimos del brazo bajo la lluvia como un par de desventurados. Llegamos a la recepción de aquel hotel que no guardaba mística ni arquitectura fascinante, ni aires imperiales; un hotel azul y blanco de formas irrelevantes y uniformes, de apenas unas monedas la noche. Pedimos una habitación —cualquiera podría ser "esa habitación"— y subimos con una tensa calma en la que el miedo, la incertidumbre y el deseo comulgaban en el mismo púlpito.

Apenas azotó la puerta, nos hundimos en una marea húmeda, cálida y rítmica que inundaba la habitación. Aunque no supe qué fue de mí, puedo decir de ella que se desnudaba como galante musa; sus ropas, como delicado satín, resbalaban por su anatomía como dibujando el mapa que debería yo de recorrer apenas tuviese oportunidad. En ese vaivén de curvas, sudor y sal, su ardiente piel de terciopelo se mostraba radiante en su total desnudez; aquel espectáculo de contornos y sombras me fascinaba, y no tuve demora en entregarme a la corriente agitada que giraba en torno a la habitación, revolviéndolo todo.

—¡Tengo hambre! —interrumpió, justo cuando la atmósfera se tornaba más densa y palpitante.

No entendí el porqué de parar, pero para entonces ya le pertenecía, y mi suerte estaba entre sus piernas; peón o rey, condenado o verdugo: ella tenía la clave para hacer y deshacerme a voluntad.

Nos vestimos con prisa y bajamos las escaleras. La mirada del recepcionista siguió con intensa precisión nuestros pasos; la discreción y el recato no habían entrado al 107. Anduvimos bajo la lluvia cerca de una hora. Volvimos al hotel con algo de comer, además de golosinas y un vino barato.

—Siempre quise hacer esto —confesó.

—¿Qué cosa?

—Llevarte al grado máximo de la excitación para luego detenerme y apreciar, como un espectador más, los estragos que mi cuerpo hace en ti. Ahora aquí, comiendo y bebiendo, la tentación de tu cuerpo en mí me consume.

Aun así, con rescoldos en el pecho prestos a la ignición, consideramos que alimentarnos sería adecuado y procedimos a hacerlo, yo de pie junto al televisor y ella tendida en la cama, dejando para mí el espectáculo de su figura contrastada por la luz de la lámpara.

Poco después, y mientras aún bebía vino de la botella, me aventuré a explorarle; anduve por las sábanas buscando los diversos accesos a su ser; me sumergí luego en su anatomía, encumbré sus colinas y descendí a sus infiernos. No tardó en desvanecerse a la razón y reinventarse en el jadeo. La excitación fue entonces abrumadora, opresiva, corrosiva. Nos hundimos en el placer de la exploración de las fantasías humanas en toda clase de coordinación corpórea, capacidad fisiológica y necesidad del placer y de lo prohibido.

Anduvimos las cuatro fronteras de nuestra cama, algunas veces veíamos el mundo al revés; supimos todos los colores, todos los olores, todos los sabores, todos los tactos, todas las cosas en una misma cosa. Cabalgamos el caballo desbocado de éxtasis hacia altas horas de la noche en que ambos cuerpos se fundieron en todas las combinaciones posibles de prominencias y recovecos. Todo terminó en el punto más álgido del espasmo, en la descarga última de toda la energía que sobreviene a la contención ya insoportable. La atmósfera estalló en una lluvia de un millar de generaciones en espiral que ardían entre los cuerpos, fluyendo en el cauce de nuestra anatomía presa de la cadencia y el tremor.

Terminamos fulminados, hundidos hasta los huesos en el calor de la batalla; la cama, campo de la refriega, se volvió hacia su centro y nuestros corazones, como un hoyo negro que curva el espacio-tiempo, pesaban más que todo el mundo a nuestro alrededor, de tal suerte que, aún la luz, como onda y partícula, no pudo escapar de su atracción.

Se hizo la oscuridad.

A la mañana siguiente, mientras me miraba desde la ventanilladel tranvía, comprendimos que, en algún distante mes, en algún punto de la geografía,en contexto de mar, o tal vez de lluvia o nieve, habríamos de volver, como guerrerosardientes del deseo del otro, a nuestro nuevo, virgen e inmaculado campo de batalla.


FIN

Artilugios del Placer - Antología de Candentes RelatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora