Marea 7. Lucha.

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Sentí un dolor inmenso en la parte frontal de mi cara. No pude ubicar claramente si eran los labios o la nariz, pero alguno de ellos estaba sangrando ininterrumpidamente y en abundancia. Me ardía como si me estuvieran clavando un metal al rojo vivo. De alguna manera, el dolor no fue suficiente para hacerme desfallecer, por el contrario, lo único que consiguió es que apretara todavía más mi mandíbula y llenara todo el espacio dentro de mí que pude de odio e ira.

Me encontraba en una especie de callejón lúgubre perdido de la mano de dios. En alguna ciudad de algún país. Es igual. No es relevante.  Era uno de aquellos lugares tan etéreos que uno se cuestiona que se encuentre en nuestro mundo.

Me llevé la mano a la cara y observé al retirarla que estaba empapada de sangre. Ahora podía localizar más fácilmente el dolor. Era el labio. Los labios. Ambos partidos, resecos y cubiertos en gran parte de sangre coagulada. Miré a un lado y pude ver en el retrovisor de un coche mi propio reflejo.

Sorprendentemente, me maravilló lo que vi durante el primer vistazo que me eché. Parecía un animal salvaje. Con el pelo enmarañado, una expresión que no transmitía otra cosa que llana fiereza y la cara cubierta de una gran cantidad de sangre. Sonreí durante unas décimas de segundo y justo entonces dejé de pensar que era tan imponente. De hecho, me parecí a mí misma un payaso. Con nariz roja y todo, en aquel adecuado tono que la propinaba la sangre. Es curioso como en los mayores momentos de decadencia, las personas aún  pueden reírse como si nada de sí mismos.

Sin haberme dado cuenta, noté que había empezado a llorar. Yo no quería llorar. Llorar era mostrar debilidad. Y yo estaba aquí precisamente para demostrar que no era débil. No eran lágrimas de derrota o de arrepentimiento, lo que sin duda me avergonzaría admitir. No. No eran más que lágrimas involuntarias que se escaparon de mis cuencas en reacción al dolor que estaba sufriendo. Exterior –numerosos moratones, un ojo a la funerala, mi labio roto-. Interior. Simplemente no pude evitar llorar. Tampoco lo intenté, sabía que acabaría fallando.

‘’El dolor es instantáneo’’- me dije. ‘’El dolor, como todo, termina. ’’

Me limpié la cara lo mejor que pude con el puño de la camisa y, supongo, bastante patéticamente, arremetí contra mi contrincante mientras de mi boca salía un extraño grito gutural y desesperado.

Mi pasión no fue suficiente, por supuesto. La pasión y el esfuerzo por si solos nunca lo son. Sus puños eran rápidos, era mucho más fuerte y fornido que yo y no tenía problemas con que yo me tratara de una mujer y él no. Yo me había metido solita en esto, yo me lo había buscado. Yo recibiría lo que me merecía, lo vi claramente en sus ojos. Y me puso aún más furiosa. Temblaba de ira. Aullaba de impotencia. Mis pequeñas manos parecían no ejercer ningún daño sobre él.

La gente a mi alrededor gritaba –probablemente sandeces o simplemente subnormalidades- pero yo apenas me había molestado en escucharlos los primeros segundos de combate. Su opinión no me importaba, sus gritos me eran indiferentes. Además, la iluminación estaba compuesta por una vieja farola, así que no podía ver sus rostros. Y aunque la luz hubiera sido más adecuada, las formas daban vueltas a mi alrededor e incluso la acera se veía desdibujada. Los rostros de los entusiasmados espectadores estaban borrosos y confusos.

Otro puñetazo más bajo, esta vez en el abdomen. El dolor aumento de magnitud, sobrepasando con creces los límites de mis ideas previas. Apenas podía mantener la consciencia. Pero debajo de todo aquel sufrimiento, sonreí interiormente. Sentía que estaba viva estando cercana a la muerte. Definitivamente, iba a repetir estos magníficos combates callejeros.

Caí aparatosamente sobre el suelo, rasgándome mis vestiduras en el acto. Daba igual. Mi espalda se contrajo en un inútil intento por sobrellevar mejor el límite de pánico hasta el que me estaba llevando a mí misma. Los límites son una cosa realmente extraña. Uno nunca sabe cuándo ha llegado a ellos hasta que se encuentra en ese punto exacto. Están desdibujados y son diferentes para cada situación, momento o contexto. Nos olvidamos de ellos. Sí, los límites son esos grandes olvidados a los que todos odiamos o adoramos cuando les llega la hora de presentarse.

El grandullón me cogió del pelo y me dijo una asquerosa voz de borracho que le suplicara clemencia. Al hacerlo, grandes partículas de saliva y sangre viajaron de su boca a mi frente. Al parecer si le había dado algún golpe, sus heridas faciales lo constataban de sobra.

Sonreí divertida como pude, alzando una ceja. La sangre no paraba de emanar de mis labios, ya incluso me corría por el cuello.

¿Rendirme? ¿Suplicar? Antes tendría que romperme todos y cada uno de los huesos de mi cuerpo.

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¡Hola!

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