IV

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Amelia, Amelia.

Todas esas voces pronunciando su nombre. No le interesaba. No era él quien la llamaba.

Amelia, Amelia.

Ni siquiera se sorprendió al escuchar a su primo Henry a quien no veía hacía años. Sin importar cuanta gente estuviera afuera, no iba a hacerlo.

Amelia, tienes que salir.

Se recargó contra la pared, sentada en el suelo donde estaba. Las lágrimas eran las únicas que no se quedaban adentro, mojándole el rostro.

Amelia, el funeral está a punto de empezar.

Soltó un silencioso alarido al oír esto. Golpeó con su puño el piso, quedando adolorida su mano por la fuerza empleada.
Se sintió impotente. Miró el sofá de la sala recordando el lugar que Alrick solía ocupar, siempre a su izquierda. Ladeó su cabeza, imaginando que el hombro del rubio estaría ahí. Sonrió amargamente, cediendo al llanto una vez más.

Ella quería verlo así, vivo como en sus memorias, no en un ataúd que sería enterrado en la profundidad.

Pero ¿Qué más podía hacer ?. Él ya no estaba, y nada cambiaría eso jamás. Ni siquiera ella.

Amelia.

Esa fue la última vez que alguien la nombró. Todos se fueron. La castaña no se movió de su lugar, limitándose a abrazar sus piernas.

Sintió que se apoderaba de ella una sensación de inmenso vacío. Luego, los sentidos de la mujer se dieron a la tarea de engañarla. Sus oídos lo escuchaban, con un eco distante. Su risa, la forma en que la llamaba "cariño", y los chistes que solía contar.

Pronto, sus ojos hicieron lo mismo. Siluetas vagas comenzaron a colarse y lo vislumbraba deambulando por la sala o adentrándose a la cocina, listo para preparar la cena.

Podía aspirar su aroma. Esa colonia que siempre usaba y que a ella le encantaba. En sus labios aún paladeaba el dulce sabor de sus tiernos besos.

Por último, al cerrar los ojos, sintió la fantasmal sensación de unas manos que le acariciaban el rostro. Esbozó una pequeña sonrisa, dejándose llevar por el momento. Sin embargo abrió los ojos, esperando que al hacerlo él estuviera enfrente suyo, pero no fue así. Estaba totalmente sola en esa pieza que poco a poco se oscurecía, a medida que las nubes de lluvia obstruían la débil luz que el ocaso traía.

No sabía que iba a hacer. La idea de no tenerlo cerca en ningún sentido simplemente le era difícil de digerir.

Comenzó a llorar, siendo la lluvia la cúspide de su agonía. Después se recostó, ignorando la frialdad del suelo, el dolor de su mano y la llamada telefónica que no iba a responder.

My Person | Infinity TrainDonde viven las historias. Descúbrelo ahora