Hill, segunda iteración.

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Hill

La noche descendió sobre el castillo. Miré la habitación vacía en la que habite algún tiempo, desprovista de todo recuerdo de que alguien hubiese vivido ahí. Y no era raro, solo llevaba una maleta y la bolsa mágica, rasgada tras la batalla en Virelia. En realidad sólo uno de los bordes se hallaba rasgado, pero solo con eso dejó de funcionar.

Una artefacto antiguo destruido al final de una era. No sé, tal vez el destino me quería decir algo. Por suerte llevaba a Zalia afuera, sino se hubiese perdido junto con todas mis cosas, incluyendo el diario de George y el segundo libro de los iluminados, así como las notas que tomé del primero de ellos. No sé, tal vez era mejor así, después de todo yo sería el último que podría leerlos y aún quedaba la copia que tenía Mirya.

Suspire y tome la pequeña maleta, apenas llena con unas cuantas cosas. Era triste que mi vida entera estuviera ahí, pero posiblemente no regresaría del viaje, así que estaba bien. Sería como si jamás hubiese llegado a ese mundo.

Camine por los pasillos desiertos, sin que nadie me molestara. La reina estaba consiente de que me iba y por eso mismo sabía que nadie interrumpirá mi partida. Después de ese día no sabía cómo me verían los libros de historia, de preferencia deseaba que me dejaran pasar, pero era poco probable ya que iba a terminar con la era de la magia y dejaría un futuro incierto como legado obedeciendo a una diosa egolatra.

Salvo la reina, quien accedió a mi petición de cuidar a Mia y mantenerla a salvo en el castillo, nadie más estaba consiente de mi partida y era mejor así, no quería arriesgar a nadie más a los peligros a los que me dirigía.

A medio pasillo vi una luz encendida y me acerque sin hacer ruido. Ahí dentro se encontraba Suzanna, leyendo un libro y tomando notas en un viejo cuaderno. Desde la muerte de Fili ella estuvo trabajando para llenar el hueco que el niño genio dejó en el mundo. Sólo podía rezar para que lo logrará, el universo bien sabía que necesitábamos a alguien como él para el futuro.

Salí del castillo sin que nadie se diera cuenta y me dirigí a unos establos que se encontraban cerca. Farenis me dijo que dejaba ahí uno preparado para mi, aunque en realidad yo no sabía conducirlo bien. Pero no importaba, algo surgiría.

Mientras avanzaba visualice mi destino: el continente mágico. Más precisamente, la antigua ciudad de Alejandria.

Según los documentos hallados y el testimonio de Cleam, así como las leyendas en torno a ella, encontré que se trataba de un lugar que había prosperado por cerca de 40 años, gobernaba por una facción de los iluminados. La única ciudad humana construida en el continente mágico, desafiando a la naturaleza cambiante de este, escondida en su mismo centro y que desapareció de la noche a la mañana gracias a un desastre natural desconocido en ese entonces.

Aunque tenía un aire místico en su historia, su antigüedad era algo relativo, ya que sabía gracias a las palabras de Xartos y la investigación de Mirya, que había desaparecido hace apenas doscientos años gracias a un desastre natural que sabíamos ahora tenía el nombre de Ameis.

Pero a pesar de estar tan cerca en la historia a nuestros tiempos, nadie vivo sabía dónde se hallaba, llegando unos a considerarla incluso un mito. Los únicos que podrían haber dicho algo eran Xartos y Ameis, pero ambos sucumbieron en Virelia y Cleam, pese a haber oído de la ciudad, no estaba seguro de dónde se podría encontrar.

Seres longevos como los elfos podrían albergar alguna idea, pero los que pudieran tener esa información eran relativamente pocos y ninguno hablaba con humanos, ya que se adherian a las viejas costumbres de su pueblo más radical, el cual se hallaba en el mismo continente mágico.

La razón para buscar aquel lugar de leyenda era la misma por la que buscaría también la sede destruida de los Iluminados: ellos podían haber encontrado métodos para salvar a Mia y también podían tener pistas de donde se encontraba el templo de los origenes.

Suspire al imaginar en lo que me esperaba. No estaba seguro de cuánto tiempo pasaría para encontrar respuestas, pero era claro que no sería poco. Con esos pensamientos en la cabeza entre al establo, solo para encontrarme con una elfa de piel oscura sentada en el carruaje que se supone me llevaría, leyendo un libro a la luz de una piedra mágica.

—Oh, Hill, ¿ya nos vamos?

No supe que decir, se suponía que mi partida era un secreto bien guardado, pero ahí estaba ella, mirando dentro de mí como si fuera lo más natural del mundo.

—¿Por qué te quedas ahí parado? ¿No para eso era el carruaje? —me preguntó con una sonrisa.

—¿De verdad? —le respondí, sonriendo también.

Quería decirle que iba a ir solo, pero no pude. Y en realidad no existia ningún problema en que me acompañará, pero aún así había algo que me gritaba por dentro que debía dejarla atrás. Una voz que escuche muchas veces en el pasado.

¿Que era? ¿Cuál sería la excusa esta vez?

—Ya súbete —me dijo, borrando su sonrisa—. Y ni creas que me dejaras atrás. Ya basta de hacerte sentir menos y basta de querer estar solo.

Eso fue un golpe bajo, pero no equivocado.

—Tú eres igual —le conteste.

—Si, pero uno de los dos debía dar el primer paso. —Sus ojos conectaron con los míos y en ese momento supe que le atemorizaba lo mismo que a mí. No sabía como estar con alguien. Si bien estuve un rato con Aria, la verdad es que nunca estuvimos solos y si bien por parte de ella los sentimientos eran reales, yo siempre, aunque de forma inconsciente, la comparaba con Verty.

Un romance inalcanzable que, debido a su misma esencia, no podría herirme realmente. Quizá fue por eso que la terminé abandonando sin siquiera despedirme. Y quizá fue por eso que sacrificarme aquella vez no me era tan difícil.

Pese a conocer a varias personas, los apegos emocionales no eran como debían ser. Pese a estar rodeado de otros, siempre me sentí un poco aparte, una sensación que nunca desapareció.

Tenía miedo. Miedo de no ser suficiente para la otra persona, miedo de retrasará. Miedo de que me confirmaran a ciencia cierta de que yo nunca sería suficiente.

—Hill, puede que muramos, pero...

—No tenemos que hacerlo solos.

Entonces ella sonrió y me tendió la mano. Me costó más trabajo del que creí levantar la mía y tomarla, pero creo que lo logré cuando vi que la suya propia temblaba. Una vez me dijo que éramos muy parecidos y ahora ya puedo imaginarme la razón.

Me subí al carruaje y ella arreo a los caballos, dejando la cuidad para quizá nunca volver a regresar.

En ese momento ninguno de los dos lo sabía, pero llevábamos una joven polizón con nosotros, escondida en la parte de atrás.

Esa noche nos fuimos tres que, al menos algunos años, construiríamos una pequeña familia.

Theria , Volumen 7.5: CasaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora