¡Oh! puedes moverte...
Apatía-kun...
Todo lo que puedo decir es que dormir no es tan fácil como antes...
Nunca quise arrastrarte a mi vida...
No me dejes...
Eres hermoso...
Buenas noches, Kotaro.
Todas esas palabras, cada una tan dolorosa cual cuchilla eran reproducidas en un constante bucle dentro de la solitaria mente de Akaashi, incluso en sus sueños, como ya se había vuelto costumbre desde ese 3 de febrero en aquel agobiante hospital. De donde el de ojos azulados salió sólo con una manta azul, una bufanda roja que cubría su cuello y un vacío desgarrador que era incesante en su pecho como compañía.
Un pitido comenzó a inundar la habitación cuya antes sólo contaba con vagos jadeos y sollozos provenientes del pelinegro, para su suerte este sonido lo hizo obligarse a despertar con éxito para así apagar su alarma, la cual era culpable de dicho ruido, mientras intentaba calmarse nuevamente ya que sentía su corazón palpitar con intensidad y aún no estaba muy seguro de estar en sus cinco sentidos.
Aunque no quisiera admitirlo, Akaashi seguía sintiéndose igual de devastado que el día en que falleció el de ojos amarillos. Este se intentaba autoconvencer de que podría superarlo si sólo seguía con su vida, por ello optó la idea de comenzar a interactuar más con sus padres, realizar actividades que le mantuvieran distraído o dedicar mucho más esfuerzo y tiempo en su trabajo, pero eso no hacía mucha diferencia.
Siempre al final del día, luego de llegar a su hogar, saludar a sus padres y entrar a su habitación; una vez cerraba esa puerta que había presenciado tantos momentos entre ambos jóvenes en aquél entonces, era igual.
Akaashi se sentía igual de solo y vacío.