El despacho privado del rey era enorme, un inmenso salón ricamente alfombrado, con columnas de mármol pulido y un escritorio de ébano tan ancho como una catapulta. Un alto ventanal ocupaba la pared opuesta a la entrada, bañando el escritorio con la luz anaranjada del atardecer. Tras el vitral, la inmensidad azul del mar de Mirovya podía contemplarse hasta donde la vista alcanzaba, serena, infinita.
Gádriel Érelim, soberano absoluto de Ilmeria, pasó de largo junto al escritorio y entró a la sala anexa al despacho. Del otro lado se extendía un largo pasillo de piedra, flanqueado a ambos lados por altas estanterías cargadas de libros. Numerosos giros y curvas atravesaban aquel corredor, llevando hacia salas secundarias igualmente llenas de estantes con textos. La mayoría eran tomos tan antiguos que daba la impresión de que se desmenuzarían con solo mirarlos. Había libros, mapas, rollos de pergamino agrietado, cuadernos, cartas de navegación e incluso antiguas tablas de arcilla grabada.
La célebre biblioteca de la Academia, ubicada en el corazón de Ruvigardo, era ya de por sí un complejo imponente, pero, allí, en la privacidad de su castillo, el rey había acumulado durante años una impresionante colección de textos provenientes de todas partes del mundo. Algunos habían sido obtenidos en excavaciones en ruinas primigenias de Ilmeria; otros, traídos desde los más lejanos rincones del continente de Laurentia, al este, y de Álvor, las tierras al otro lado del mar Escarlata. Muchos de ellos eran extraordinariamente raros, y, por ende, extraordinariamente valiosos.
El libro en la mesa al final del pasillo resaltaba incluso entre sus pares. Era un tomo gigantesco, recubierto de algo que debió haber sido cuero en algún momento, pero que los siglos habían terminado por convertir en una lámina reseca a medio desintegrar. El libro estaba abierto por la mitad, dejando ver unas hojas incluso más gastadas que la cubierta.
Era un texto muy, muy antiguo. Su título, apenas legible en la tapa, estaba escrito en una lengua que ya ningún habitante del continente hablaba:
Acerca de las Tinieblas.
Gádriel se inclinó ante el libro. Cada hoja debía medir sus buenos setenta centímetros de alto por otros cincuenta de ancho, y todas estaban cubiertas de extremo a extremo por apretadas hileras de runas. Pocas personas aparte de él, apenas un puñado de eruditos e historiadores en todo el reino, habrían sido capaces de leer esos glifos.
Gádriel leyó. Durante lo que a él le parecieron horas, no hizo más que estudiar una página tras otra, deteniéndose en un párrafo señalado con un elegante separador.
...entonces Ábelech cerró los ojos de Ynwë, y se despidió con un beso en sus fríos labios, pues era ella a quien más amaba en el mundo, y había comprendido que la ofrenda era necesaria.
El rey pasó un dedo por la raída página, acariciando las runas con delicadeza. Releyó detenidamente el párrafo, transcribiendo la traducción en un cuaderno lleno de anotaciones, subrayados, dibujos y tachaduras. Hojas sueltas, con más apuntes y resaltados, rodeaban el inmenso libro.
En ese momento, mientras pasaba a la siguiente página, unos quedos golpes llamaron a la puerta. El rey miró por encima del hombro.
—Adelante.
—Lamento interrumpiros, majestad. —Uno de los caballeros de su guardia se cuadró bajo el dintel—. Os buscan.
—¿Es el mercenario?
Aunque intentó disimular, la mirada del caballero se endureció al escuchar la palabra "mercenario".
—No, alteza. Es el emisario de Iörd.
«Rágnfrid»
Estaba tan absorto que casi lo había olvidado. La llegada del diplomático había sido bastante antes de lo previsto, de modo que, pese al desafortunado marco en que se daba, se había visto obligado a adelantar la reunión.
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Crónicas de Kenorland - Relato 3: Cazadores
FantasyRuvigardo, capital del reino de Ilmeria. Las negociaciones para lograr la paz definitiva con Iörd, encabezadas por el rey Gádriel Érelim, avanzan en la ciudad. Sin embargo... Alejémonos momentáneamente de la senda de Aiden para atestiguar acontecim...