Capítulo 2

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Ruvigardo era una ciudad portuaria como pocas en el mundo. Ubicada en el extremo este de la Marca Media, allí la naturaleza había querido que la línea de la costa formara un perfecto y colosal semicírculo, como si los mismísimos dioses hubieran descendido de los cielos a tallarla. A lo largo de aquel anillo se amontonaban cientos de muelles, atracaderos y arsenales, dando forma a uno de los puertos más grandes del mundo conocido. Las edificaciones blancas ascendían por la costa en forma escalonada, unidas unas con otras por puentes, atalayas y pasarelas. Altísimas torres de vigilancia emergían como puños hacia el cielo, repartidas a lo largo de las inmensas murallas marítimas.

Tierra adentro, al oeste, la ciudad se extendía como un sotobosque de casas, palacios y parques hasta chocar con las murallas terrestres, unas maravillas arquitectónicas que rodeaban la urbe en otro enorme semicírculo. La estatua del Redentor, la Catedral de la Orden y la Casa de los Sabios resaltaban más que cualquier otra estructura, tres moles gigantescas visibles desde cualquier punto de la ciudad.

Su rasgo más imponente, no obstante, se hallaba mar adentro, justo en el centro de la bahía. Allí estaba la gran ínsula conocida como Isla Blanca, casi una segunda metrópolis en sí misma, con su propia muralla, palacios y muelles. La nobleza y varios miembros de la corte residían allí, pues en el centro de la isla se erguía Dominio Alto, el castillo real, una titánica fortaleza con un centenar de torres, entre las que resaltaba una que casi parecía rozar las nubes con su punta en forma de corona: Lanza del Rey, símbolo milenario del escudo de armas de la casa Érelim.

La Torre del Penitente, no obstante, no se contaba entre las cien atalayas de Dominio Alto. Gádriel había perdonado la vida a su hermano, pero permitirle quedarse en Isla Blanca, rodeado por la aristocracia y por los soldados que sangraron en la guerra, no habría sido tolerado. Por ello, se lo había recluido en la que ahora todos conocían como la Torre del Penitente. Era un altísimo fortín empotrado en el extremo norte de las murallas terrestres, de modo que se fundía con ellas como si fuera una extensión natural de la roca.

Gádriel había ordenado bloquear todas las entradas al nivel del suelo. La única forma de acceder a la torre era subir al muro y atravesar a pie los adarves, a más de treinta metros de altura. Tomarla por asalto desde dentro de la ciudad, como sus hombres acababan de informarle, parecía imposible.

—La torre está vigilada a toda hora, y la única forma de acceder a ella es desde aquí arriba —gruñó el rey, dando un golpecito al suelo con la punta del pie—. Luego de que asesinaran a cuatro de mis hombres de confianza, ¿cómo puede aparecer de la nada un grupo armado y tomar la torre ante nuestros ojos?

Los caballeros y soldados de la guardia se miraron con incomodidad. Estaban en lo más alto de los muros, en perfecta formación sobre el adarve, el cual era tan ancho que hasta cuatro carros de guerra podrían haber pasado uno junto al otro sin estorbarse. Unos quince metros al frente, la senda sobre el adarve desembocaba en el portón de acceso a la torre. Los cuerpos de los centinelas yacían allí, unos sobre otros, empapados en sangre. Gádriel hizo una mueca.

—¿Qué ha pasado aquí? ¿Cómo han logrado entrar estos miserables?

—Todo parece indicar que se trata de algo planeado desde hace tiempo, alteza. —Davenn se adelantó un paso, descansando la mano sobre el pomo de su espada—. En las últimas lunas se han estado haciendo reparaciones en este sector de la muralla. Según el informe del guardia superviviente, los mismos obreros que venían trabajando aquí desde hace semanas los atacaron. Llevaban armas ocultas entre sus herramientas, y arrojaron cuerdas para que más rebeldes pudieran trepar por el muro y unirse a ellos desde afuera.

«Solo hay un motivo por el que podrían haber hecho algo como esto...» se dijo el rey, pensando en los asesinatos que asolaban la ciudad. «Todos hombres importantes que apoyaron mi idea de la paz... y la de perdonarlo a él.»

Crónicas de Kenorland - Relato 3: CazadoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora