Pasaron las horas, como pasan las brisas veraniegas por los cabellos de aquellos que amamos, enredándolos, pero embelleciéndolos a la vez. El crujir de las hojas bajo nuestro peso sonaba como las castañuelas que se escuchan tras la unión entre dos seres, alegre pero melancólica a su vez, por todo aquello que se pierde y nunca volverá.
Los sentí, a todos y cada uno de los 37 hombres que nos esperaban en el campamento, o, mejor dicho, que esperaban a mi arrullador.
Las conversaciones animadas y los cantos regionales cesaron cuando llegamos al claro, cuando todos vieron lo que su compañero llevaba entre sus brazos.
Algunos suspiraron con alivio, otros soltaron una maldición y otros, simplemente, se dedicaron a mirar. Me miraban, me estudiaban y me intentaban comprender.
No los culpaba, era difícil no fijarse en mis cabellos dorados que arrastraban por la tierra, formando un camino de estelas de la mar. Normalmente lo llevaba trenzado, pero ahora, a causa de la captura, lo llevaba enredado y adornado con hojas marrones, amarillas, rojas...
Nadie se atrevió a mirarme a los ojos, tampoco me lo merecía, porque me había parado.
Todo esto transcurrió en apenas unos segundos, pero para mí fueron horas de estudio detallado. Los comprendí, a todos ellos: uno era viudo, el otro casado, pero con una mujer a la que no amaba, había algún que otro libertino, y, por último, el que llamó más mi atención fue el más mayor de todos, porque no me transmitía nada, solo vacío y serenidad.
Este no se había sobresaltado al verme, ni siquiera se había quedado obnubilado mirando mi cabello, él me había mirado a los ojos y había asentido, como un símbolo de disculpa por todo lo que me iba a caer encima.
Y entonces, empezaron los murmullos. Era una lengua que no conocía, pero sonaba como una melodía triste y apagada. Se miraban unos a otros y luego me miraban a mi y a mis apagados ojos azules. Los murmullos no cesaron hasta que uno de ellos se levantó y se me acercó.
No me había dado cuenta de que mi arrullador me había dejado en el suelo y que él se había unido a los demás.
Miré fijamente al hombre que se me acercaba con paso decidido, lo miré, cada vez más concentrada y lo conseguí, me introduje en su cuerpo. Podía verlo todo con claridad, sus pensamientos, sus deseos, sus temores...
- ¿Cuál es tu nombre? - Me preguntó, y salí de su ser para volver al mío. Estaba petrificada y maravillada a la vez, asustada pero intrigada.
-Elda. -Dije insegura. Nadie nunca me había preguntado por mi nombre, todos lo sabían. Los sabios decían que era como si lo llevase tatuado en la frente, donde todos lo podían ver. Y me paré a pensar: ¿por qué nadie nunca me había preguntado mi nombre?
-Bonito nombre. -Y me tendió un brazo que acepté. Tenía un tono de voz muy grave, típico de los ciudadanos de la cumbre. Ellos debían hablar en susurros, ya que cualquier sonido podía despertar la ira de su reina.
Miró al más mayor de todos, el que me miraba fijamente a los ojos, el que no se perdía detalle. Me permití estudiarlo: pálido, con una barba del color de las primeras nieves, los ojos de un color naranja, como el color que observaba todos los días durante el crepúsculo. Impresionante. Impasible.
- ¿Por qué estabas aquí niña? - Me preguntó con un acento muy marcado. Pero lo que más llamó mi atención, más aún que su acento norteño fue que me hubiera llamado niña. Tenía 17 años, y los sabios decían que se susurraba que aparentaba más de los que tenía en realidad.
No le permití el lujo de salirse con la suya y lo ignoré, iba a acabar decapitada se lo dijera o no.
No puede entrar en su interior, tenía una enorme capa de nieve que no me dejaba entrar, y cuando por fin lo miré a los ojos lo vi, él sabía lo que estaba intentando, y un simple giño fue suficiente para dejarme claro que no me dejaría entrar.
Estaba sola, vacía, perdida. Sabía que nadie me buscaría, nadie, ni siquiera los sabios ni los árboles que susurraban poesía. Nadie. Y pensé en todas aquellas cosas que podría haber vivido si no me hubiera parado, si no me hubiera achantado.
Nadie me recordaría, no había cantado a los espíritus para que escribieran mi legado, o había susurrado a la laguna para que me recordara.
Nada. Sola. Estaba sola. Y suspiré, cerrando los ojos y pensando que podría, no, tenía que haber alguien que me escuchara, que me sintiera, que supiera qué me estaba pasando.
-Nos vamos. - Dijo el más sabio de todos mirándome, y volvió a decirlo en su propio idioma. Todos se pusieron en marcha y comenzó una nueva melodía de hierro al chocar y cansancio al suspirar.
''Que alguien me recuerde'', pensaba yo desesperada y desalentada. ''Alguien debe pensar en mí'', me repetía constantemente. Y fue entonces cuando las lágrimas dictaron mi sentencia.
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El suspiro del destino
FantasiaElda ha sido atrapada. Su corona ha caído. Su familia nunca volverá. Ahora está sola, solo el susurro de las hojas la acompaña. Kiran sobrevive, su corazón dejó de sentir muchas batallas atrás. Él la siente, siente su desesperación. No conoce su nom...