CAPITULO 2

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(POV PABLO BARNUT)

En mis pocos años de vida, los cuales parecen ser una eternidad, han demostrado que existen etapas terroríficas de transición, y justo ahora creo estar en la peor etapa de todas. Es esa etapa entre el ser adolescente y entrar a la vida adulta, sientes que te lanzan sin paracaídas y cuando menos lo esperas estás en tu departamento, de dos cuartos y un baño, que se encuentra en el centro de la ciudad en un barrio clase media. Para ser más específico, sentado en boxers en un viejo sofá marrón desgastado, un poodle a un lado y un vaso de agua en la otra mano observando por quinta vez “Avengers: Endgame”.

Y justo en este momento de mi vida solo me pregunto una cosa:

—¿Qué hice de malo en mi otra vida para merecer esto? —interrogué a la nada mientras que en la pantalla se reflejaba a Chris Evans en su famoso papel de Capitán América—. Nacho, la vida adulta es un asco —le comenté al animal a mi lado—. No sabes lo afortunado que eres al ser un perro.

El perro me miró entre extrañado y confundido, seguramente en su interior piensa en lo patético que soy y debo verme a sus ojos.

—Sí sí —negué con una sonrisa—. Tú solo te encargas de cuatro cosas: comer, dormir, defecar y ladrar.

Mientras lo observaba recordé que dentro de dos días era la reunión en el bufete de Alcalá&Arnaul, o como bien lo conocían A&A. Porque dentro de todo lo malo había algo mucho peor, ser un recién graduado que entraba a la lista de desempleado. Qué difícil y complicado era conseguir un trabajo justo ahora y, en mi posición, en lo que me gradué.

Sentía a las deudas respirarme en la nuca, de solo recordarlas sentía mi cuerpo estremecerse.

—Te envidio, Nacho —susurré al perro con los ojos entrecerrados.

La bolsa de basura en la esquina de mi pequeña cocina me observaba indicándome que ya era hora de ser un adulto limpio y responsable.

Tomé una fuerte bocanada de aire, pausé la película y me levanté en dirección a mi habitación. Si iba a bajar, por lo menos quería estar presentable.

Si analizaba toda la situación estaba seguro de que podía estar mucho mejor económicamente si aceptaba la ayuda de mi madre que, contrario a mí, tiene una buena posición y era muy conocida. Sin embrago, solo quería una cosa: crecer por mis propios medios.

Ya con la bermuda caqui y la remera verde militar puestas me dispuse a dejar limpio mi hogar.
Nacho, por su parte, se echó en el sofá donde ladró una sola vez a modo de despedida y retorno a su ardua tarea de descanso.

—¡Hey, vecino! —saludó efusivamente Sam, un niño de catorce años, sentado en las escaleras.

—¡Hey, Sam! —contesté sonriendo mientras cerraba la puerta y verificaba que mi teléfono se encontrara en el bolsillo de la bermuda.

—¿Cómo andas?

—Generalmente con los pies —respondí casual, a lo que Sam respondió con una sonora carcajada—. Voy abajo y ahorita hablamos.

La señora Marshall, que debía rondar por los setenta años, iba saliendo del edificio justo cuando pasé por su lado, me guiñó y sonrió en forma de saludo. Ella era clasificada como la coqueta del edificio, porque como en toda comunidad cada cual era un personaje.

Me disponía nuevamente a subir después de haber depositado la basura en el contenedor cuando el sonido de mi móvil me detuvo.

En la vida solo me llamaban tres personas, mis padres y Lucas, y apostaba los últimos centavos que me quedaban a que era este último.

Los Términos de AnnelieseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora