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A todos nos llega ese pequeño gran momento en la vida en el que nos damos cuenta de qué es lo que nos importa realmente. Este momento muchas veces es malinterpretado por esa manía de apresurarnos a todo, ese don que poseemos todos los seres humanos. La paciencia es algo tan valioso e infravalorado que casi se confunde con la sinceridad. Me considero fanático de esos momentos que son marcados por la música, pero mucho más de los que la música ha marcado generaciones. El mundo gira alrededor de la ambición y la confusión, y cada vez es más artificial. Todos representamos ese perro rabioso que persigue al automóvil conducido por un hombre en estado de ebriedad. Nos desbocamos en la persecución de aquello que creemos querer con los ojos cerrados hasta más no poder, sin saber que el hombre ebrio nunca se detendrá por aquel canino alocado, y que el día que lo haga representará la muerte de la esperanza. El año era el 2013 y el mes era octubre. Mi Venezuela vivía ciertos momentos de incertidumbre social y política, pero sólo para aquellos que abrían un poco los ojos. Para el resto, seguíamos viviendo en el paraíso más al sur del cielo. Nuestra sociedad, desde mi humilde punto de vista, había cambiado a través de los años. Los años nos han sido costosos. Cada vez nos esforzábamos menos por mejorar, pero sí por aparentarlo. La educación se fue convirtiendo en algo cada vez menos relevante y los Estados Unidos era la veneración de todos.

Por esos tiempos, yo no era muy social, tal vez sigo sin serlo, quizás por eso no te quiero contar esta historia. Tal vez no la merezcas y tal vez yo no sepa contarla. Pero realicé una promesa. Es mi deber ser lo más fiel a ella como sea posible. Yo no soy un escritor, ni nada parecido. Soy un estudiante de ingeniería que está enamorado de las mujeres y de la música. Las odas de alcohol nunca faltaron, por eso, la literatura me podría describir como un Narrador Poco Confiable. Te escribo esto desde una vieja computadora que está dando lo último, y generando mi mayor esfuerzo en recordarlo todo. Mis metas eran básicas y pocas: aprobar mis materias, ayudar a mi vieja en el hogar, aprender lo mayor posible acerca de todo y escudriñar en cada rincón en el que observara una oportunidad de conocer al amor de mi vida. Casi siempre fallaba en la búsqueda porque me conformaba con la compañía del alcohol y enviaba todos los proyectos a la mierda. Aquella sociedad se había convertido en piedra, por eso a veces, para sobrevivir, debías convertirte en yunque.

Yo poblaba calles en las que la misericordia se había tomado unas largas vacaciones. Las personas pululaban de un lado a lado, como marionetas: guiados, sin tener un poco de aprecio por el prójimo. Las calles estaban colmadas de balas, drogas y políticos. Todos mandaban, y todos hacían caso omiso. Yo siempre trataba de mantenerme al margen, teniendo contacto mínimo con la sociedad, para no verme afectado. Nunca funcionaba, porque hasta yendo al supermercado regularmente, podía notar cómo todo se iba derrumbando. La ignorancia dominaba la atmósfera, y las masas aplaudían.

Entre libros y música, buscaba mi propio camino, mi manera de complementarme. Era de pocos amigos y de muchos conocidos. Nada tenía un sentido muy especial, prácticamente flotaba por los pasillos de la Universidad de Carabobo. Algo cambió cuando al comienzo de ese semestre conocí en clases a una linda muchacha. Un metro setenta y cinco de altura, piernas largas, rostro liso y perfil delicado. Su cabello era una de las cosas que este mundo misericordioso me dio la oportunidad de palpar y disfrutar al contemplar. Asistir a esas clases de laboratorio era lo que esperaba con ansias toda la semana, no me iba tan bien académicamente, pero al verla sentía alivio. Ella sonreía al notar que yo trataba de llamar su atención con acciones lerdas. Cada mirada me provocaba nerviosismo, cada sonrisa me dejaba sin palabras. 

Mi vida se basaba en la búsqueda de la lógica, de la vedad y del amor de mi vida. Amor, sí. Yo formaba parte de ese pequeño grupo de optimistas que esperaban a que el destino trajera a su puerta al amor del resto de sus días. Sin embargo, al final, todas mis aventuras filosóficas terminaban con exceso de ebriedad y sin saber cómo regresar a casa. Y, por supuesto, con el corazón roto. Hay ocasiones en la vida en la que pierdes el rumbo, o simplemente aún no consigues el tuyo. Eso me pasaba muy seguido. Andar sin un motivo, patear las calles sin un sentido de pertenencia, es algo que no hay que tomar tan a la ligera, porque podrías conseguir piedras en el camino, abismos pequeños que no dejan de ser peligrosos, que simplemente no evitas. Hasta el golpe de la piedra más pequeña, duele. El agua contenida en un pequeño vaso te puede ahogar.

Impío (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora