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En un martes cualquiera en el que salí de clases a las 11 am, y como en muy pocas ocasiones sucede, tengo algo de dinero en la billetera. Quería hacer algo diferente. De vez en cuando me daba cierta especie de lujos. La rutina diaria se basaba en asistir a clases, ingresar a la biblioteca, estudiar, hablar, ir al comedor de la facultad y rezar para poder conseguir algo. En muy pocas ocasiones tuve la oportunidad de llevar mi propio almuerzo, así que era un dependiente del comedor. La calidad de la comida era muy baja, pero comida es comida, y es mejor tener algo qué digerir para no desmayarte en los pasillos, un evento muy recurrente dentro de aquellas paredes. Un tiempo atrás, para poder tener acceso al comedor, debías hacer filas interminables desde muy tempranas horas, ya que en ingeniería servían alrededor de cuatrocientos platos, con una población estudiantil de dos mil personas. Las probabilidades eran pocas, así que debías decidir entre entrar a clases o sembrarte en las puertas del comedor para poder comer. Lo más frustrante era que muchas veces, tú que estudiabas, entrabas a tus clases y te esforzabas, perdías la oportunidad de entrar al comedor porque uno de esos vagos que sólo asisten para jugar cartas en el Boulevard hablaba con sus conocidos y entraba sin fila, sin los rayos de sol y sin esfuerzo. Malditos parásitos. Ésos eran los mismos que luego entraban a los salones de clases a pedirte que votaras por ellos en las elecciones estudiantiles. Claro, tahúr, yo quiero que tú, que consumes todos los privilegios de un estudiante, sin serlo, me representes. El asunto del comedor había cambiado, ahora simplemente, en horas de la mañana, entregabas tu identificación estudiantil en el comedor y luego ibas a la hora del almuerzo a esperar que gritaran tu nombre. Tomaban la cantidad de carnets que correspondieran con la cantidad de platos disponibles a servir. En cierto sentido, mejoró el sistema. Eso hacía alrededor de las nueve de la mañana a diario. Entregaba mi identificación, entraba a otras clases y alrededor de la una de la tarde bajaba a comer. Funcionaba la mayoría de las veces.
Aquel día se sentía como uno de esos en los que quieres salir de la rutina, así que estuve pensando en invitar a almorzar a una mujer, a cualquier mujer. Ojalá alguna que no me haga salir corriendo a los cinco minutos. Después de un rato, llega a mi mesa Alejandro, un viejo amigo que de vez en cuando veo, preguntando si iba a ir con él y con el resto de los muchachos al comedor. Me negué. Mentí diciendo que ese día había llevado comida que sobró en mi casa la noche anterior y que quería comer solo. Luego de marcharse, al tiempo, se acerca Jéssica.
– Hola, químico. ¿Cómo estás?
– He visto días mejores. ¿Qué te trae al segundo piso? No me digas que me invitarás a beber tan temprano – dije.
– No, vine a buscar una calculadora que me van a prestar. Luego pensé en pasar por aquí a saludarte. Siempre estás aquí – dijo mientras sonreía.
– Es la vida que me toca. Soy terrible como músico.
Entre nosotros nunca faltaban las carcajadas. Nos conocimos finalizando nuestro segundo semestre, durante la celebración de haber pasado algebra lineal. Amante del heavy metal, del ron y con gran sentido del sarcasmo. Obviamente me agradaba. Desde entonces, nos veíamos cada cierto tiempo, ya que ella decidió estudiar ingeniería civil y yo ingeniería química. Ambos apreciábamos la compañía del otro. Escuchábamos buena música y hablábamos de lo mal que nos iba en el amor. La pasábamos excelente.
La invité a almorzar de manera muy casual. Jéssica era una mujer excepcional, fuerte y muy valiente. Nunca la vi rendirse ante nada, era una de las pocas personas, que yo conocía, que trabajaba y estudiaba ingeniería, y en ambas cosas le iba bien. La facultad de ingeniería de la Universidad de Carabobo no es un ente que te permita tiempo para tener un respiro fuera de sus instalaciones. No si quieres aprobar. Mi admiración por ella era notable. Estaba residenciada en Naguanagua, a pocos minutos de la facultad. Provenía de la región oriente del país.
– Ok, vamos, pero sin cervezas porque tengo una clase importante a las tres.
Si lleváramos este tema cuantitativamente, ella sería la que encabezaría las probabilidades de lo que le convenía a mi felicidad. Pero simplemente no podía mostrar ese tipo de atracción a ella, y ella lo sabía. Tal vez dañaríamos todo tratando de buscar algo más cercano entre nosotros, sólo por miedo a la soledad. Y nosotros no sentíamos tal miedo. O simplemente éramos un par de idiotas que creía que había que sufrir un poco para poder ser feliz.
Era muy fuerte. Sentía a su madre tan lejana, distante, ese tipo de lejanía que no le permitía responderle un saludo, mediante un mensaje de texto, a su hija. Y sentía tanto orgullo y apego hacia su padre, que lo tenía siempre a su lado, mucho más cerca, a pesar de que él estaba a miles de kilómetros de distancia.
– Yo trataré de llegar antes, para apartar la mesa – dije.
El lugar estaba bien. Era uno de esos sitios italianos que colocan siempre en las avenidas principales de la ciudad. El menú siempre estaba plagado de nombres distantes a mí, mientras yo era atraído por la mejor creación del hombre: el pasticho.
Mi indumentaria tenía pocas variaciones. Casi siempre era una franela negra, jeans y zapatos Converse. Mi franela, una de mis favoritas, en aquella ocasión reflejaba la frase: "todo el mundo tiene derecho a ser estúpido, pero tú te estás excediendo". Obviamente, yo no era el tipo de persona que frecuentaba restaurantes, y mi exterior lo demostraba. Al cruzar la puerta del recinto, me encontré con un sitio pequeño que albergaba alrededor de nueve mesas, dispuestas de manera ordenada en columnas de tres. Me recibió un mesero de unos treinta y cinco años, poco sonriente, que había extraviado la cordialidad hacia aquellos que no tenían un gran letrero de "propina" en la frente. Ese era mi caso.
– ¿Qué se le ofrece?
– Hola, buenas tardes. Deseo almorzar. ¿Habrá alguna mesa disponible para dos personas?
Viéndome de arriba abajo y sin ocultar su desdén hacia los no dotados con el placer del dinero, me mostró con un gesto poco cortés una mesa al lado izquierdo, cerca de donde se encontraba la caja, disponible para dos personas. Tal vez él tenía razón para estar en descontento, regularmente no tengo para pagar una comida ahí y menos para dos. Menos tendría para pagar el servicio. Pero era un gusto que me daba cada dos meses. No todo tiene que ser furtivo, algunas veces hay que comer decentemente con una bella dama que sonría mientras disfruta de tu compañía y de un opíparo plato. Hasta ahí llegaba mi capacidad de ahorro, y tal vez el salario del mesero le permita lo mismo que a mí. Tal vez había crecido en Flor Amarillo, al igual que yo. Pero él había olvidado lo más importante: la humildad. La pobreza mental se refleja más rápida que la material. Ante estas situaciones, siempre intentaba mantener la cordura. Mi sangre fluía desaforadamente por la indignación. Todos me veían. Mis jeans rotos y zapatos desgastados me recordaban que yo no pertenecía ahí. Respiré, saqué mis audífonos y coloqué un poco de música, mientras la espera destrozaba mi paciencia.
Todo había comenzado mal. Siempre había tratado de ser fuerte; la mayoría de las veces lo conseguía, pero algunas veces me encontraban con la guardia baja. Y afectaba. Recordé esas veces que se rieron de mí porque usaba unos lentes de sol RayBan de imitación. Nunca me enteré del porqué de la burla, yo me veía bien. Fue hasta después que comprendí la importancia de las marcas de grandes empresas para las mentes pequeñas. Ocurría una y otra vez. Solía fijarme mucho en muchachas bellas que se encontraban en el mismo bus universitario de camino a casa. Les sonreía, intentaba acercarme de manera amable y masculina para parecer interesante, pero no daba resultado. Normalmente, las jóvenes bellas se negaban a encontrar el amor en un idiota que va en el bus: no tiene automóvil. Prejuicios y clasismo: Venezuela.
La espera por Jéssica se hizo menos tediosa al notar que entra al recinto un pequeño grupo de amigas. No reconocí a ninguna de ellas. Parecían ser jóvenes, tal vez de unos veinte años. Se ubicaron en la única mesa disponible del lugar, quedando justo frente a mí. Justo ahí pude notar a una señorita de tez blanca, cabello rizado y de sonrisa abrumadora. Al instante en que lograron instalarse en la mesa, se acercó el mesero. Escuché que le indicaron que no ordenarían aún. Esperaban por alguien. La indumentaria de las chicas gritaba que era pudientes. Jeans Levi's y blusas de Zara. El mesero fue amable con ellas.
Notaron que en su mesa faltarían sillas para las personas que aún no llegaban. La dama en cuestión volteó recorriendo la habitación en busca de sillas desocupadas. Instantáneamente se percató de que en la mesa que yo ocupaba había tres sillas libres. Ahí, justo en ese instante, hicimos contacto visual. En los segundos siguientes se me hizo verdaderamente tarea ardua dejar de observar esos maravillosos ojos color caramelo, ellos poseían un encanto, un misterio. Había pasado mucho tiempo desde que observé a una mujer tan hermosa. Al notarla frente a mí, sin dejar de observarme, sentí el alma alejándoseme de la carne. Ya no era yo el que dirigía el timón.
Tras unos instantes, dio unos pasos en dirección a mí y preguntó sonriente:
– ¿Puedo tomar dos sillas de tu mesa? O, ¿esperas por compañía?
Normalmente en este tipo de situaciones no funcionó muy bien. Me sudan las manos y expreso oraciones sin sentido. Extrañamente, el universo me acompañó en aquel instante en la selección de palabras.
– Sólo si me dices tu nombre – respondí.
– Gabriela – dijo, acompañando la pronunciación de su hermoso nombre con una sonrisa.
Con un gesto de satisfacción, con las manos, en un ademán de aprobación, señalé las sillas. Me agradeció y regresó a su mesa con el botín. En ese momento recibí noticias de Jéssica. Le había indicado el menú, ella había hecho su elección. Le indiqué al mesero nuestras ordenes, ya que Jéssica estaría ahí en poco tiempo. Me pasé los posteriores minutos de espera observando sutilmente a Gabriela. En ocasiones, ella me regaló un par de miradas. Su belleza me tenía atrapado en gravedad cero, flotando en la vanidad de su presencia.

Impío (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora