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Yo había tomado una decisión. No podía seguir tropezándome con la misma piedra. No es sano ni sensato no aprender de tus errores. Hay que vivir, fallar y aprender. Es un condenado ciclo en el que no puede haber modificaciones en su orden. Había decidido que el amor no era para mí, lo mío era errar a través del camino. Me tomaría mi tiempo, no le prestaría atención a nada, a lo bueno, a lo malo, a lo regular: todo se iba por el mismo caño. Nadie valía la pena y siempre sería así. No me convertiría en célibe y no lloraría toda la vida por una mujer con la cabeza vacía. Sí, quería pensar lo peor de ella por haber mentido y haberme manejado de la manera en que lo hizo, pero el fallo no fue de ella, fue mío. Yo lo permití. Yo me ilusioné. Ella lo pasó bien, quería pensar. Así que yo debía aprender de esa situación. No me convertiría en alguien similar a ella, ¡Dios me libre!, pero debía disfrutar también. Yo ya no quería ser el del corazón roto. No sentencié al resto de mujeres por errores ajenos, sólo me propuse ser de los que disfrutaban.

Esos días en la universidad pasaron rápidos y sin mucha emoción, yo había perdido el apetito por las aventuras, me había convertido en un aburrido. Había rechazado invitaciones a salidas, sólo asistía a clases y me devolvía a mi casa. Estuve leyendo a Alberto Vásquez Figueroa, así que mis aventuras se convirtieron en seguir otras aventuras más interesantes.

Sin embargo, en la primera semana de diciembre, Alejandro, un compañero de clases bastante agradable, me invitó a su casa por su cumpleaños. Ya yo había visitado su morada. Era bastante agradable ir por allá. Su familia era acogedora y los alrededores de su hogar hacían similitud con los pueblos de los campos de los Llanos Venezolanos que yo tanto amaba. Fue difícil rechazar esta invitación en particular. Decidí ir. Sabía que iba a ser complicado. Conocía a los invitados a la reunión.

Estando en casa de Alejando, abracé a todos sus familiares, eran unos anfitriones excelentes. Cariñosos y cordiales, no se sentían ajenos a abrir las puertas de su hogar a los locos compañeros de clase de su hijo. Estreché la mano de mis compañeros, besé las mejillas de mis compañeras. Se dio la oportunidad de acercarme a ella de nuevo, de sentirla entre mis brazos, de perder mi vista en la languidez de sus muslos. Karla había asistido sola al encuentro. Me propuse actuar normal ante ella, ya nada debía afectarme. Ella se acercó a mí, para mi sorpresa. Al principio hablábamos de manera normal, me preguntó cómo estaba y yo respondí que bien, sin mostrar un interés recíproco. Pude notar que estaba dispuesta y cercana. Yo me mantuve al margen, no iba a pasar de nuevo por aquella vergüenza, me prometí dejar la estupidez. Yo no era un genio, era humano y ella estaba muy buena. Tan sólo con un gesto mi visión se nubló. Fue inevitable la atracción. Ella se notaba igual de turbada que yo, aunque adoraba ese jueguito más que a ella. Le ofrecí un trago, el cual aceptó. Le mostré el camino al interior de la casa, donde se encontraban las botellas, para que me acompañara. Al encontrarnos dentro, y percatándonos de que nadie nos observaba, la rodeé con mis brazos, fuerte. La besé. Apreté sus caderas y luego sus glúteos. La sangre había abandonado mi testa. Ahí ya no me encontraba yo, en ese rincón de la casa se encontraba un hombre vacío y sin ya nada que perder tomando una calada de un oxígeno tan tóxico como las falsas esperanzas. Inoportunamente, alguien que iba entrando a la casa hizo ruido de manera intencional, alertándonos y haciéndonos separar unos centímetros. Le serví el trago, yo recargué el mío y salimos hacia donde se encontraba el resto de la gente.

Estando fuera logré recuperarme del trance. El reproche hacia mí me mataba, dudé demasiado si debía seguir o no. No debía. Seguí. Yo tenía que poseerla, debía vengarme. Yo también debía aprovechar la situación y pasarla bien. Ella estaba en deuda conmigo por tantas noches de desasosiego que me generó, por tanto, mi moral masculina debía ser recompensada. ¿Cómo podría ser de distinta manera? Si con ella mi pragmatismo fluía de manera armoniosa sin un solo error. Era electrizante sentir tanto placer con tan sólo rosar su pecho. Su mirada caprichosa era tan punzante y causaba tantos estragos en mí que me atraía como cualquier ratoncillo tonto a una trampa más que obvia. Pero es que su acidez combinaba con mi pH. Y yo cada vez pensaba menos en el resto del mundo. Esa noche, el resto del mundo se nubló para mí. La venganza, la insensatez, la erección. En mi interior había mucho odio hacia mí por no ser diferente, por caer tan fácil y bajo, por no recordar ahí el daño causado sino la satisfacción del momento. Por ser tan básico.

Impío (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora