El mundo es un pañuelo

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Se me olvidó tu nombre,
no recuerdo
si te llamabas luz o enredadera,
pero sé que eras agua
porque mis manos tiemblan cuando llueve.

Se me olvidó tu rostro, tu pestaña
y tu piel por mi boca transitada
cuando caímos bajo los cipreses
vencidos por el viento,
pero sé que eras Luna
porque cuando la noche se aproxima
se me rompen los ojos
de tanto querer verte en la ventana.

Se me olvidó tu voz, y tu palabra,
pero sé que eras música
porque cuando las horas se disuelven
entre los manantiales de sangre
mi corazón te canta.

Olvido, Carlos Medellín.



La alarma sonó puntual como siempre, dando por terminadas las clases de la semana y alegrando a los estudiantes universitarios con la promesa de un nuevo fin de semana. Steve sonrió, dirigiéndose a sus alumnos sentados alrededor de una mesita circular en la que estaba su nueva composición, revisando y dando comentarios a cada mientras ellos guardaban sus herramientas, apuntes y audífonos en sus mochilas. Uno a uno se fue marchando del amplio salón de artes en donde impartía clases desde hacía una década. No podía quejarse, tenía una buena paga, estaba siempre aprendiendo de las nuevas generaciones de artistas que pasaban por su salón y le daba tiempo para hacer otras cosas, como pasear con Capipaleta o simplemente quedarse en casa escuchando música mientras trabajaba en bocetos hasta que fuese hora de ir a dormir.

—Hey, Maestro Rogers, ¿listo para el fin de semana?

—Sharon —el rubio le sonrió, asegurando los broches de su morral— Podría decirse.

—Estaremos en el bar, por si quieres darte una vuelta.

—Gracias.

Había ciertas rutinas que le agradaban, proporcionándole esa seguridad que las pequeñas nimiedades solían hacer en personas como él. Dos veces al mes, en viernes, los profesores del área de artes y humanidades solían reunirse en un pub para beber algo de cerveza con charlas que iban desde las locuras de los estudiantes hasta la mejor marca de jabón para lavar ropa negra. Steve no solía quedarse mucho tiempo, solo unas cuantas cervezas que le relajaran y luego se despedía. Sharon Carter, una experta en historia, era su mejor amiga de un tiempo para acá, algunos de sus colegas le decían que ellos se veían muy bien juntos, pero el discreto maestro de arte nunca se había decidido a ir más allá. De momento disfrutaba mucho su vida para complicarla de nuevo con una pareja.

—¿Sabes? —Sharon le pasó su cerveza, robándole unos cacahuates de su servilleta— A veces quisiera saber qué tanto piensas cuando te quedas mirando a la nada.

—Pues eso, no pienso en nada. Es un excelente ejercicio para limpiar la mente, eso dicen.

—Oh, Steve, sé serio.

—¡Lo estoy siendo!

—Mejor dime, ¿mañana llega Sarah?

—Sí.

Sharon rió al verlo tan preocupado como un padre puede estarlo cuando su pequeña hija está compitiendo ya a nivel internacional.

—Steve, relájate. Ella lo hará bien, he vistos sus vídeos, pega con fuerza.

—Por eso estoy preocupado —dijo el rubio, riendo con ella.

El matrimonio Rogers-Carter fue increíblemente satisfactorio y feliz para Steve, quien no tenía queja alguna de Peggy, una mujer que siempre se entregaba en todo lo que hacía. Tuvieron una casa en Washington, él retomó su pasión por las artes entrando como maestro en una pequeña escuela preparatoria privada. Nació Peter y dos años más tarde, Sarah. Luego el amor se apagó, no por culpa de alguno de los dos. Una noche mientras cenaban a solas fue que Margaret le dijo que debían divorciarse antes de comenzar a odiarse por la costumbre de convivir juntos. Siguieron siendo amigos, muy buenos amigos. Ella volvió a su natal Inglaterra con sus hijos, Steve se mudó a Nueva York por una oferta de trabajo que le permitió verlos a menudo, aunque Peggy solía enviarlos a América para darle algo de ajetreo a la vida de Steve.

¿Cómo te va, mi amor?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora