Lo vi, lo conocí, lo sentí, lo comprendí en el acto. Se había acabado todo, totalmente, para siempre.
A cada hora, a cada
segundo, tenía una prueba.A la llamada de mis brazos o de mis labios se volvía hacia otro lado, murmurando:
-¡Déjame ya!
O
-¡Eres desesperante!
Y
-¡No hay modo de estar tranquilo!
Entonces me sentí celoso, celoso como un perro, y astuto, desconfiado. Tenía la seguridad de que volvería pronto a ser el que era, que vendría otro a reavivar el fuego de sus sentidos.
Mis celos llegaron al frenesí; pero no estoy loco, no lo estoy.
Aguardé; lo espié como si aún fuera Anbu, sí; no me habría burlado; pero continuaba frío, apagado.
En ocasiones, decía:
-Los hombres me
asquean.Y era cierto.
Pero esperaba un discurso lleno de radiante juventud, llegué a suplicar por escucharlo otra ves.