IV
Los días son cada vez más extraños. O quizá lo correcto sea decir que son cada vez más comunes. Es muy difícil diferenciar un lunes de un viernes. La llegada del fin de semana ya no genera ningún cambio de ánimo en la familia. No es más que otro día parecido a los anteriores. Ni siquiera en los programas de televisión hay gran diferencia. Todo el tiempo dándonos sin piedad con el Covid 19. Tal vez esta monotonía es la que nos obliga a encontrarnos con nosotros mismos, a ver la imagen que realmente nos devuelve el reflejo del espejo. El ajetreo de las zonas céntricas, los agotadores días laborales, la vorágine de la ciudad, y la aglomeración de los barrios, nos hace tener las mentes ocupadas, distraídos de lo que realmente habita en nuestro interior. Pero ahora, presos de esa monotonía, es imposible escaparnos de nuestras sombras.
Me gustaría decir que en estos días en los que me llamé a silencio, Lelu me demostró que el morbo que iba in crescendo en mis entrañas, se hacía eco en su juvenil persona. Que las fantasías traicioneras que me asaltaban en los momentos menos esperados, la acosaban a ella también, y con la misma intensidad. Que mis miradas subrepticias, rebosantes de lujuria, eran retribuidas con la misma deshonestidad de su parte. Me encantaría decir todo eso, pero a medida que pasa el tiempo me doy cuenta de que el único con la mente sucia y el alma corrompida soy yo.
Si bien nunca llegaré a ser un padre para Lelu, desde hace tiempo que ocupo, en parte, ese lugar. Probablemente fui demasiado entusiasta al iniciar este relato. Quizás estas sean las últimas líneas de una historia que nunca existió más que en mi cabeza.
Pero ¿por qué me estoy lamentando? Debería estar contento, debería sentirme liberado. Algo que podría haber culminado en una ruptura, o incluso peor, en una tragedia —porque estas historias nunca terminan bien—, llegaba a su fin sin siquiera haber comenzado. Mi matrimonio estaba a salvo de mis impulsos inmaduros; Lelu estaba a salvo de mi pasajero oscuro, de ese que me instaba a dejar la razón y la decencia de lado; y yo estaba a salvo de mí mismo.
No obstante, hay un hecho que vale la pena ser relatado.
Mi puerilismo galopante me había hecho actuar como un depravado en los últimos días.
El jueves ¿o acaso fue el viernes? Me levanté, como siempre, a eso de las ocho, a prepararle el desayuno a Carmen, quien no tardaría en llegar, agotadísima, después de una extenuante jornada en el hospital. Cuando bajé, me encontré con que Lelu se había quedado dormida en el sofá de la sala de estar.
Estaba boca abajo. Llevaba la misma calza gris que se había puesto en nuestra pseudo cita algunos días atrás. Su cara estaba hundida en una manta amarilla que usaba como almohada. Su remera, también gris, era muy corta, y dejaba parte de su espalda desnuda. Su cuerpo blanco, dibujaba un sutil arco, y sus sustanciosos glúteos se levantaban descaradamente, desbordantes de sensualidad.
Escuché su suave respiración. Estaba profundamente dormida. Me quedé mirándola. Sentí compasión por mí mismo. ¿Cómo podía evitar que tantos pensamientos obscenos se agolpen en mi cabeza? Estaba seguro de que cualquier hombre que estuviese en mi lugar se sentiría igual de contrariado que yo. Y muchos de ellos no tolerarían ni la mitad de lo que yo soportaba, sin hacer alguna insensatez en el camino.
Me senté frente a ella. Cada tanto su respiración era intercalada con un débil gemido. ¿Qué estaría soñando? El sonido que largaban sus carnosos labios era difícil de descifrar. Bien podría ser el reflejo de un padecimiento, producto de una pesadilla, o de la excitación, proveniente de un sueño húmedo.
Lelu se retorció en el sofá, y su cuerpo giró levemente. Uno de sus turgentes pechos dejó de estar oculto. Lo miré, con ansiedad. No parecía estar duro. El pezón se marcaba en la remera, pero no tanto como aquella vez, cuando vimos la escena de sexo de esa horrible película.
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La vi crecer
RandomEn medio de la cuarentena por la pandemia, un hombre comienza a sentirse atraído por su hijastra