Capítulo 3

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VII

Ayer fuimos al supermercado. Llevando cubrebocas, obvio, y manteniendo la distancia social.

Me doy cuenta de que dije que "fuimos al supermercado" sin haber aclarado quiénes lo hicimos. Tanto pensar en mí y en Lelu me hacen incurrir en el error de creer que el lector sabrá de antemano que estoy hablando de nosotros, y no de mi mujer y yo.

Habíamos decidido, para evitar concurrir al supermercado más de lo necesario, hacer las compras semanalmente, asegurándonos de no olvidarnos nada. Carmen era la encargada de hacer la rigurosa lista de compras, y por esta vez, mientras ella dormía, Lelu y yo nos encargamos de hacer el trabajo pesado.

Por una vez, Lelu vistió de manera que cubrió la mayor parte de su cuerpo, aunque eso no hiso que dejara de verse sexy. El pantalón de jean azul le calzaba como guante, y el top que cubría su torso, si bien era de mangas largas, tenía varios botones delanteros desabrochados, dejando ver parte de los pechos de mi hijastra.

Lelu se miró, embriagada de vanidad, en el espejo, y me pidió que le saque una foto para subirla después a su cuenta.

Si bien no era algo que me molestara hacer —más bien al contrario—, sí me generaba cierta incomodidad.

Realmente no alcanzaba a comprender cómo alguien podía ser tan hermoso. ¿Había conocido a alguna chica así de bella en toda mi vida? Creo que sólo algunas mujeres que salían en revistas y en televisión igualaban a Lelu en belleza, y muy pocas de ellas rivalizaban con mi hijastra en cuanto a sensualidad.

Lo que siguió fue algo a lo que todavía no me terminaba de acostumbrar. Una vez que bajamos del auto y caminamos media cuadra para llegar al supermercado, cada hombre que pasaba a nuestro lado, sin importar su edad, se quedaba idiotizado viendo a Lelu.

Muchos se daban vuelta a mirarla descaradamente. Concentrando su mirada en el culo de Lelu. Varios automovilistas tocaron bocina. Los imbéciles ni siquiera reparaban en que estaba con su padre.

—Qué idiotas —susurré.

—No seas tonto, no te podés enojar con cada uno que me toque bocina, sino, no deberías salir a la calle conmigo.

Lelu me lo decía con total seriedad. Por lo visto, ella estaba mucho más acostumbrada que yo a lidiar con ese tipo de acoso callejero.

Los empleados del supermercado tampoco eran ajenos a los encantos de Lelu. Incluso una repositora quedó embobada al verla.

—Andá juntando las cosas mientras voy a la carnicería —dijo Lelu—. Sé que no te gusta hacer fila.

Fui recorriendo los pasillos, con el carrito. Pero no la perdí de vista. Uno de los repositores, un pendejo de la edad de Lelu, petiso y desgarbado, estaba arrodillado, acomodando la góndola de las galletitas. Lelu estaba parada muy cerca suyo. El pendejo tenía el monumental culo de mi hijastra a la altura de la cara, y no podía evitar mirar de reojo, esas redondeces cubiertas por la tela azul. "Pendejo pajero" pensé para mí, mientras el pibe abría los ojos como plato.

Lelu fingía no verlo, como así tampoco parecía notar cómo varios hombres de aproximadamente de mi misma edad la desnudaban con la mirada. ¿No se daban cuenta de que era casi una nena? Malditos hijos de puta.

Cuando llegó el turno de Lelu en la carnicería, noté el cambio en la actitud del carnicero. No necesitaba ningún doctorado en lenguaje corporal para notar cuando un hombre estaba entusiasmado con la mujer que tenía en frente. El tipo era un gordito de treinta y tantos años. Tenía puesto el cubrebocas, pero en sus ojos se notaba que sonreía estúpidamente, y sacaba pecho. Lelu hablaba con su voz melosa. El tipo le dijo algo que no alcancé a oír, y entonces escuché una corta pero estridente carcajada de Lelu.

La vi crecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora