Era un soleado jueves de marzo, había una agradable brisa casi otoñal y Melisa caminaba a la casa de su padre. Estaba tratando de llamarlo: una y otra vez sonaba el timbre de llamada pero nadie contestaba. Y, a la par que frunció el ceño por el incremento de su enfado, divisó a un hombre saliendo de una tienda, una despensa o algo parecido.
Éste estaba metiendo algo en el asiento del pasajero de su lujosa camioneta negra. Se dio la vuelta y vio a la muchacha de cabello corto y elegante, color castaño caramelo, esbelta y con cara de porcelana caminando hacia su dirección. Se detuvo en seco por unos segundos y la miró, sonriendo levemente.
Al mirarlo, pensó que aquel hombre era apuesto para su edad. Quizás estaba en sus cuarenta, casi cincuenta años. Alguna vez tuvo el cabello completamente negro; ahora, sin embargo, lo tenía cubierto de un gris leve e interesante. Emanaba un aire de superioridad y sensualidad con su traje costoso. Lo vio a los ojos y pudo descifrar que la estaba mirando con una sonrisa diminuta pero pícara.
No era novedad. La miraban mucho por su belleza de ascendencia europea. A pesar de que aquel hombre le llamaba la atención, decidió evadir el contacto visual y, en lugar de eso, fijar sus ojos en el camino.
Al pasar la joven por enfrente suyo, el hombre de canas notó la ferocidad en el ser de la muchacha. Bastante joven pero con unos ojos inteligentes que atraen. La vio pasar por su lado pero ella tenía clavada la vista al frente. Caminó como si estuviese en una pasarela, como si el mundo estuviese allí para verla.
Y así fue como ambos quedaron grabados en la memoria del otro, y este sería uno de los diversos encuentros improvistos que tendrían.