INTRODUCCIÓN

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— Scott —llamó uno de sus hombres.

Tenía su rostro atravesado por una vieja cicatriz. Parecía feroz, dada su expresión dura. A lo mejor contenía su miedo, a lo mejor simplemente solía comportarse así. De todas formas, podía advertirse a la legua el intranquilo estado de tensión en el que estaba.

Se dirigía a quien parecía un líder. El aludido estaba sentado, sin compañía, en una mesa llena de comida, demasiada para tomarla él solo. Bebía de una copa muy dramática, con los bordes dorados, y que contenía un líquido rojo, probablemente vino tinto.

Se dignó solamente a girar los ojos hacia quien le llamaba, pero sin apartar su atención en aquellas costillas asadas que estaría disfrutando bastante.

— Según los rumores, Bryan Riven, de la manada de Orlando —siguió—, trafica con Cura...

Posiblemente aquello de informar fuera nuevo para él.

— La última vez que me dejé guiar por un rumor, lo único que conseguí fue quedar en ridículo —replicó sin darle importancia ese tal Scott.

— Hay pruebas —se apresuró a añadir—. Su manada se ha dividido. Se han marchado pocos, pero hablarán.

Scott no hacía caso a ese hombre, que ya había perdido su postura tensa y su expresión dura. Ahora estaba más bien temblando, aunque también tratando de contenerse. Seguramente querría terminar y salir de allí cuanto antes. Parecía empezar a perder la paciencia, y añadió:

— La gran fuente de Cura de América... Está desapareciendo. Habrá más muertes.

Ante esto último, Scott se levantó de la mesa, con una expresión de odio y desprecio a la vez. No parecía soportar las interrupciones. Suspiró. Sobre todo, sabía que era el líder, y que necesitaba estar atento a todo lo que pudiera írsele de las manos. Ni la venta no aprobada de cualquier sustancia, ni los asesinatos, ni las divisiones de manadas, eran legales. Los de Orlando siempre tendían a hacer cosas de ese tipo, y las manadas del continente americano estaban al tanto de ello. Algunos lo aprovechaban en su beneficio, otros la temían. Pero Scott simplemente les despreciaba, porque siempre eran ellos. Tenía una vida lo suficientemente ajetreada como para preocuparse por un puñado de insensatos, asesinos, ilegales... Pero si no cumpliera con sus obligaciones, ¿qué pintaría allí siendo el líder? Debía mantener su reputación y ser responsable. Y aquello significaba tener que lidiar con muchos asuntos de los que no quería saber nada.

El consumo de sanaciones se permitía solamente en enfermos, y su venta debía estar controlada. Miró su plato, a medio terminar. Luego a Paul, el informante.

— Sabes que no me gusta que me interrumpan.

No era una pregunta, advirtió Paul. Su temblor impaciente pasó a temblor por miedo... Él solo hacía lo que le habían pedido que hiciera.

— Estoy cansado de Bryan Riven. Ese hombre nunca aprende, y nunca lo va a hacer: hay que acabar con él... Tráeme una última prueba.

— Señor, ¿a qué se refiere? —Scott puso los ojos en blanco. La inutilidad de aquel hombre le sacaba de quicio.

— Hay que pillarle con las manos en la masa... Habrá suficientes testigos y la condena de muerte será viable —explicó —. Necesitaré esa última prueba. No actuaré hasta que ella esté aquí. La conseguirás, aunque des tu vida por ello. No levantes sospechas. Sé discreto, por Dios.

No estaba del todo seguro de confiarle aquella misión al estúpido de Paul, quien, si antes había estado temblando, ahora no tenía ni rastro de emoción en su ser.

— Y viva —añadió por si acaso, aunque lo consideraba una obviedad—, ¿entendido?

Él no respondió con palabras, sino con un leve movimiento de cabeza casi imperceptible. La expresión dura del principio regresó.

— Tienes un trimestre —avisó Scott­—. Si tardas un solo día más, me encargaré de que tú y tu repugnante familia paguéis por ello. Ya te salvé una vez —hizo una pausa—, no hagas que me arrepienta —esto último fue más bien en un susurro.

Paul no respondió. No hacía falta, estaba claro, su rostro respondía por él. Haría lo que le había pedido, costase lo que costase. Si no por la gloria a la que le llevaría conseguirlo, por la seguridad de su familia. No era culpa de su hijo ni de su exnovia que él se hubiera metido en aquel lío.

Salió de la habitación después de que Scott volviera a sentarse y centrarse en aquellas costillas, que aún esperaban a ser consumidas por él. Tenía clara una cosa: No iba a fallarle.

VERDAD Y JUSTICIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora