Pasaje

6 2 0
                                    

El eco en la penumbra amplificaba el galope de los cascos de los caballos sobre la fría piedra polvorienta.

La luz de la antorcha de Darren palpitaba, generando sombras extrañas y alargadas en las paredes de roca que continuaban infinitas, atravesando la cumbre sombría.

El tiempo no era algo fácil de calcular dentro de un lugar como ese. Estrecho y sin atisbo del cielo, solo podían jugar a deducir qué tanto podrían perderse en aquel lugar hasta que el hambre les atacara de nuevo.

—¿Es largo el camino? —preguntó Taran con impaciencia.

—Odiaras cada segundo en este sitio… —respondió Darren.

Taran suspiró agobiado. Sentía como si la profundidad de la cueva pudiera tragarlo para siempre.

El joven curandero estuvo reacio a entrar a ese lugar incluso desde que había escuchado la primera mención de ese pasaje incomodo por parte de Darren. Era un joven de campo, de cielos abiertos y de arboledas dispersas sobre praderas húmedas y fangosas. Esa cueva le oprimía.

Bardia se mantenía en silencio. No había dicho nada desde la noche anterior, manteniendo una expresión parca y algo distraída. Taran le miró por un segundo, sujetaba las riendas de su montura con fuerza, quizá demasiada. «Estará tenso por estar cerca de llegar», pensó el joven.

—Es extraño que no hayan murciélagos o alimañas en esta cueva… —comentó Taran para romper un poco el silencio.

—Tampoco hay animales fuera, Taran. La maldición es fuerte incluso al otro lado —dijo Darren.

Taran frunció el ceño un momento. No se había puesto a analizarlo, pero el mercenario tenía razón. Ni un ave, ni un ratón, tampoco había visto a algún animal carroñero. Nada.

Las leyendas de las Tierras Malditas no eran misterio para los habitantes de las proximidades de Ulentor. El interior de esa cuenca antinatural era contenedor de males indescriptibles que llevaban atrapados incluso más de lo que los registros episcopales podían decir. Sin embargo, no habría esperado que su influencia pudiera llegar más allá del muro de piedra negra.

—Todo está seco en las laderas, tampoco es como que tuvieran muchos incentivos para acercarse —concilió Taran—. Pero las aves evitan cruzar… a pesar de poder volar.

—No te hagas muchos líos pensando en eso. Nadie entiende lo que es este lugar. No al menos nadie que yo conozca. Lo único que nos interesa es llevar al amargado al otro lado y volver cuanto antes —sentenció Darren.

Taran volvió la mirada de nuevo a Bardia. El adrikano parecía no escuchar nada de lo que decían, manteniendo el paso de forma mecánica, dejando la mente en algún lugar lejano.

—Sigo sin entender como sabes de este pasaje. —Taran miró al frente, la oscuridad continuaba.

—No solo lo conozco yo, por aquí es donde traen a los prisioneros condenados a morir del otro lado. La guardia me enseñó el camino cuando yo era uno de esos condenados, supongo que no esperaban que regresara con vida. Es fácil mantener secretos cuando los que lo saben mueren de forme efectiva.

—¿Qué hay de los mercaderes del asentamiento? —preguntó Taran con duda.

—No muchos conocen el pasaje. Algunos saben que existe, pero prefieren hacer como que no. Además, saber del pasaje no les representa ningún beneficio, nadie quiere pasar al otro lado —resolvió Darren apurando un poco el paso.

Los caballos parecían agotados después de una dura escalada para llegar a la escondida abertura en la montaña. Andaban con la cabeza gacha y jadeaban con más fuerza que de costumbre. Sombra, sin embargo, se mantenía altivo junto a Darren, como liderando el grupo junto al mercenario.

Taran empezaba a creer que la cueva era interminable. El agobio por el encierro incluso se reflejaba en su rostro, dejando ver marcadas ojeras bajo sus ojos, producto del agotamiento tanto físico como mental de caminar y caminar sin un final claro a todo aquello.

El tiempo había dejado de ser algo siquiera que pareciera tener sentido. Al fin de cuentas: ¿qué sentido tenía el tiempo sin el día y la noche? «Ninguno», se contestó Taran en la cabeza.

Darren se mantenía igual de decidido. Caminaba sin menguar el paso ni un poco, administrando las antorchas que deducía había empacado sabiamente para ese momento concreto del viaje.

Bardia, sin embargo, no parecía del todo bien. Estaba rezagado, incluso parecía que su caballo le impulsaba a mantenerse cerca del grupo para no alejarse de la única fuente de luz que había en mitad de la negrura.

—Señor Bardia —llamó Taran—. ¿Está bien?

El adrikano se demoró en reaccionar. Sacudió la cabeza y miró al frente, parpadeando un par de veces, como si volviera a tomar sentido de donde estaba.

—Sí —respondió en seco el forastero.

—Pensé que se sentía mal… Ha estado distraído bastante tiempo.

—No. Solo trato de centrame para soportar el encierro —justificó Bardia.

Darren se detuvo.

—Es de noche —aseguró el mercenario.

Taran le miró con extrañeza, alzó la cabeza y vio como muy a lo lejos una abertura en la piedra dejaba paso al exterior. Estaba oscuro del otro lado, pero algo de luz se filtraba, blanquecina y tenue.

El grupo se apresuró, corriendo en dirección a la salida, dejando que los corceles galoparan junto a ellos con el mismo deseo de poder dejar ese pasaje claustrofóbico.

La luz de la luna parecía tomar fuerza a medida que se acercaban a la salida, llegando incluso a lastimar. Taran se llevó la mano sobre los ojos, haciéndose sombra como si estuviera en mitad de un día soleado.

Podían sentirlo, la brisa helada que se colaba por la grieta.

Salieron.

El panorama era sin lugar a dudas nuevo para casi todos. Frente a ellos una espesa bruma se arremolinaba por un inmenso valle que descendía desde la alta cumbre que habían atravesado. El frio era apabullante, como si las heladas de los últimos días del Ocaso ya estuvieran allí.

La roca negra se mantenía en el suelo y el horizonte, pero ahora cubierta por capas de lo que parecía algún tipo de polvo grisáceo que se esparcía en un eterno manto. Rocas irregulares salían del suelo y árboles de gran tamaño se dibujaban en la lejanía, sin hojas y con lúgubre aspecto.

—Aquí estamos... —dijo Darren a media voz.

Bardia parecía decepcionado, miraba el paisaje con cierta desazón, como si hubiera esperado algo diferente todo este tiempo. Aun así, habían llegado.
El adrikano dio un paso al frente, tomando la iniciativa para comenzar el descenso hacia las partes llanas del valle. La roca crujió levemente, desprendiéndose algunos fragmentos cuesta abajo.

—Hay que ser cuidadosos, el terreno es extraño e inestable en este lugar —advirtió Darren.

Bardia continuó. El sonido de roca crujiendo con más fuerza estremeció a los tres. Se miraron por un instante y, sin tiempo a reaccionar, se estaban desplomando cuesta abajo junto a la piedra que se desprendió de la ladera.

Cayeron al valle, sepultados parcialmente en capas de fría roca opaca y polvorienta.

Vestigios Malditos: Restos de una Tierra PerdidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora