Condenados

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Estaba oscuro.

No veía nada. Sentía tal frío que calaba hondo en los huesos, haciéndolo tiritar, pudiendo escuchar su respiración agitada.

De repente una tenue luz apareció a lo lejos, tímida y sin fuerza, como una pequeña vela en mitad de una inmensa cueva.

Se apresuró tras ella, corriendo con ansias, sin ver su cuerpo, sin ver sus pies avanzando por esa penumbra extensa. Sus pasos hacían un eco enorme que resonaba en toda la estancia, como corriendo sobre la piedra pulida de un gran salón, persiguiendo ese débil resplandor, extendiendo sus manos hacia la luz.

Sus piernas corrían con todas sus fuerzas, buscando desesperado llegar a la luz que parecía acercarse lentamente según avanzaba. Al dar un paso en falso cayó al suelo.

Sus quejidos por el golpe resonaron con claridad por todo el lugar. Sentía dolor en el torso, en las piernas, incluso en el rostro. Sangraba, notando las heridas que ardían y el líquido rojo humedeciendo su ropa.

Dejó escapar un grito de dolor.

Intentó ponerse de pie, apoyando sus manos sobre el helado suelo, pero sintió como algo se enroscaba en sus pies.

Bajó la mirada con temor, notando ese cuerpo retorcido y alargado que subía por sus piernas, apretando sus tobillos, impidiéndole moverse.

El terror le estaba dominando. Giró su cabeza para ver la lejana luz, empezando a arrastrarse por el suelo, sintiendo sus uñas rascar la piedra pulida, ignorando el dolor en sus dedos.

Su torso fue aprisionado, costándole respirar por el contante estrujamiento de ese largo y reptante ser. Exhaló ahogado y miro de nuevo a bajo, quedando pasmado ante los ojos verdes y brillantes de esa siniestra criatura que le aprisionaba con fuerza.

Sus manos aún estaban libres, las hizo puños y trató de golpear a la criatura, pero sus fuerzas eran nulas, sintiendo los brazos tan ligeros como hojas al viento.

La faz de la bestia ahora estaba justo sobre su pecho. La presión que ejercía sobre su cuerpo le estaba dejando sin aire. Esos ojos, dos esmeraldas en mitad de la negritud absoluta, le miraban con ira y desprecio.

Las fauces de aquel monstruo se abrieron, sintiendo en la piel el frio aliento que amenazaba con una muerte segura.

El animal atacó, hincando los colmillos, largos y afilados como dagas, en su cuello y mandíbula, apretando con fuerza, desgarrando la carne.

El dolor era insoportable. Su cuerpo se retorcía pero la bestia lo tenía aún apretado, impidiendo que se retorciera de agonía de sus últimos segundos.


Bardia abrió los ojos de golpe, incorporándose de inmediato, su pecho subiendo y bajando, agitado y con la frente empapada de sudor.

Miró a su alrededor, la luz del sol alumbrado aquel día.

—¿Está bien? —preguntó Darren a sus espaldas.

El adrikano se puso en pie, respirando más lento y limpiándose el sudor con el puno de su camisa. Notó que el otro le miraba con extrañeza, dejando de afilar su espada mientras le seguía con la mirada.

—No es nada... Solo un mal sueño... —respondió.

Bardia buscó con la mirada su chaqueta, la tomó del suelo junto a su mochila, y se la puso con afán.

—¿Cuánto tiempo dormí? —preguntó el forastero.

—Más de lo usual. Es medio día —contestó Darren, enfundando su espada y dejando el césped sobre el que estaba sentado.

Vestigios Malditos: Restos de una Tierra PerdidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora