Asalto

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Estaba pronto a amanecer.

El cansancio hacía mella en su cuerpo, sintiéndose pesado y con dolor en su espalda. Cabalgar toda la noche no fue fácil.

Darren volvió a mirar por un momento a Bardia, el hombre tenía ya ojeras bajo sus ojos, pero su expresión seguía siendo la misma desde que habían dejado la ermita, llena de siniestra determinación.

El mercenario detuvo a Sombra e hizo una señal con su mano en alto para que el otro cesara el paso.

—Veo un fuego, es pequeño —comentó Darren señalando al frente—. Debe ser la caravana.

A lo lejos el tenue brillo de consumidas flamas sobre el suelo parecía indicar que habían alcanzado a sus objetivos.

—Nos acercaremos lo máximo posible. Cuando estemos a una buena distancia bajaremos de los caballos y les atacaremos por sorpresa. Lo primordial será incapacitar a dos de ellos para tener al tercero en desventaja —explicó Darren.

—Entendido —afirmó Bardia.

La frialdad con la que actuaba el forastero estaba incluso incomodando a Darren. Ese extranjero ahora se comportaba de una forma increíblemente metódica, incluso más de lo que el mismo Darren podría llegar a ser en la más crucial de las situaciones.

Continuaron el avance, esta vez a lento galope para no alertar a los soldados en la distancia con el ruido de los cascos en carrera.

Pronto el cielo se pintaría con arreboles y los primeros rayos de luz de la mañana. Debían ser rápidos si querían recuperar lo perdido.

De nuevo Darren volvió la mirada a Bardia, sentía que debía tener un ojo sobre él. Le vio bajo la poca luz que había, con la mirada baja, concentrado en lo que tenía en sus manos: esa arma de metal que siempre guardaba en su chaqueta.

No sabía bien lo que hacía, pero podía notar como introducía una pequeña bolita color oro en el compartimento, igual que días atrás antes de partir.

«No se quiere andar con rodeos», pensó Darren, volviendo la mirada al frente, estaban ya a una buena distancia.

El avanzar de los caballos fue detenido con cuidado, bajando ambos viajeros de sus monturas. Los animales esperarían en aquel lugar, tanto para una huida rápida, como si tenían éxito y lograban hacer su cometido sin mayor problema.

—Andando —ordenó Darren en voz baja.

Avanzaron con cautela por el campo, aproximándose desde la amplitud del prado a los dormidos guardias. El cielo comenzaba a aclarar de a poco, generando mayor tensión en Darren, sintiendo los hombros pesados.

El mercenario desenfundó la espada, dejando la funda vacía en su espalda, brillando con levedad el acero en su mano. Avanzaban agazapados, como gatos tras un ratón desprevenido, Darren sujetando con fuerza su arma apuntada hacia arriba.

El crujir de algunas ramas bajo los pies de Bardia les hizo detenerse. Darren giró la cabeza de inmediato para comprobar el estado del otro, asintiendo al entender que no fue más que un mal paso.

Estaban ya a solo unos palmos.

De aquella fogata solo quedaban las ascuas y nubecillas de humo que se iban a lo alto. Darren le hizo una señal al forastero para que se acercara, quedando ambos pegados a la madera de uno de los costados del carro en que iban los presos.

Alzando un poco la mirada por sobre la madera, Darren comprobó que los tres prisioneros estuvieran dormidos.

Los tres reos estaban recostados uno junto al otro en el suelo de la carreta, en posiciones incomodas pero que lo más seguro fuera que no les importara en su condición actual.

Vestigios Malditos: Restos de una Tierra PerdidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora