5. Los Carson

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―Ahora compórtate como la dama que debes ser, ve ahí y saluda a tu futuro esposo. ―Richard estampó la pequeña cajita donde había sido depositada la sortija sobre su vientre. Mary Anne la cogió―. Sabes lo que tienes que hacer, ¿verdad?

Ella asintió con la boca seca, no estaba preparada para verlo, aún no, quizás jamás lo estuviese.

Su hermano, impaciente, la arrastró hasta el salón, donde sus padres los recibieron con una extraña sonrisa forzada, casi patética. A su lado, una dama pelirroja de ojos verdes, delgada y alta, posaba de la misma manera junto con su marido rechoncho y moreno, tanto de pelo como de ojos, que exhibía un mortecino ―entre blanco y grisáceo― tono de piel, como si estuviese enfermo.

―Vaya, sí que parece una joven encantadora. Hace nada apenas tenía dos dientes juntos en la boca y ahora es toda una mujer ―comentó con júbilo el señor Carson, algo que a Mary Anne no le gustó demasiado; no veía por qué tenía que recordarle que cuando era pequeña no había sido tan agraciada como ahora lo era. En las dos ocasiones que recordaba haber visto a ese hombre, él se había burlado de sus pequeños dientes separados.

―Peter... ―El señor Carson se giró hacia atrás, donde quedaba la chimenea. Allí una figura le daba la espalda, contemplando el fuego que yacía tranquilo y pequeño en el fondo del rectángulo de piedra.

La respiración de Mary Anne se agitó mientras esa melena pelirroja se volvía hacia ella.

Peter Carson no era como lo recordaba. Tampoco se parecía a la versión que su hermano le había dado, salvo por las pecas rojas y la piel lechosa. En su lugar, el chico sílfide había evolucionado hacía uno más rechoncho. Mucho más rechoncho. Ya no babeaba por ella, o al menos no parecía, pero sus ojos marrones la contemplaron llenos de lascivia, mientras que una sonrisa terriblemente lujuriosa se dibujaba en sus labios.

―Mary Anne, ¡menuda sorpresa! Has cambiado mucho, para bien, todo sea dicho. ―El tono jocoso que utilizaba al hablar se parecía al de su padre.

Ella no podía pensar lo mismo de él, desde luego.

Peter se acercó a ella. Mary Anne se estremeció, arrebatada por el pánico; no quería ni uno de esos dedos sobre ella.

Su hermano la cogió de la espalda y la instó a andar hacia él; le costó lo suyo hacer que se moviera, pues su cuerpo era ahora tan rígido como el de una estatua.

Richard sonrió con falsedad.

―Disculpen, pero mi hermana parece algo impresionada. No todos los días una señorita conoce a su futuro esposo. Vamos, Mary Anne, dale a tu prometido lo que has comprado para él.

Los dedos tiesos de Mary Anne titubearon, pero finalmente, la cajita le fue entregada a Peter.

―¡Oh! ¡Es fabuloso! ¡Una exquisitez donde ya no las hay! ―Su futuro esposo parecía complacido con el regalo, mientras que a ella se le revolvían las tripas cada vez más.

―Querida ―dijo él cogiéndole una mano enguantada y besándola después. A ella le dio un escalofrío―. Esto es para ti.

El señor Carson le dio un pequeño cofre del mismo tamaño que la cajita que ella le había dado. Solo que ese pequeño baúl se hallaba ornamentado con exquisitez comparado con la caja envuelta en terciopelo burdeos que ella le había entregado. Los Carson eran muy poderosos económicamente, de eso no había duda, incluso más que sus padres, ¿por qué no se habían fijado en alguien con más poder que su familia?

Mary Kings'closeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora