5. Rastro de migas

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Ha llegado el día

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Ha llegado el día.

Mi pelo está perfecto, al igual que mi maquillaje. Los zapatos son más incómodos de lo que pensé. Desearía haberme puesto unas bailarinas, no importa si iba pisándome el vestido. El velo quilométrico de encaje fue idea de mi madre, por supuesto.

Pero nada de eso importa ahora.

Respiro hondo, preparándome mentalmente para entrar en la iglesia. Una dulce melodía comienza a sonar al mismo tiempo que el portón se abre, y aprieto el ramo contra mi pecho; está hecho con las mismas flores silvestres de los acantilados de Dover, el lugar que Sam y yo siempre visitábamos por mi cumpleaños, así que quise que formara parte de nuestra boda.

Estoy rodeada de caras borrosas, llenas de ojos que me observan encandilados. A medio camino, me doy cuenta de que papá no me está acompañando hacia el altar, pero por un extraño motivo, no le doy importancia.

En la primera fila de bancos, reconozco el primer rostro de todos los invitados: Annie. Mi querida Annie, tan guapa, tan resplandeciente... Sus ojos verdes se llenan de lágrimas de felicidad. Doy gracias a los cielos por habérmela devuelto temporalmente, para así vivir este día tan especial junto a ella.

A su lado, está Oksana. Es la primera vez que veo a la madre de Sam en persona. Recuerdo haber contemplado una fotografía suya, en la que su belleza sobrepasaba el papel enmarcado. Los años no le causaron ningún estrago, al contrario, hicieron florecer su sonrisa, la cual brilla nada más verme. Ella asiente, tímida, bendiciéndome en silencio.

Mis nervios se disuelven al toparme con los ojos castaños de mi prometido. A veces me pregunto cómo es posible amar tanto a una persona, velar por su felicidad antes que la mía propia, sabiendo que él hará lo mismo, pase lo que pase.

Es un milagro tenerle delante de mí, con una expresión tranquila, y los hoyuelos que rompen su semblante serio. La promesa de jurarme amor eterno no le intimida.

Sam está preparado para pasar el resto de su vida conmigo. Y yo también.

Sin embargo, su mirada se posa más allá de mi hombro, y se paraliza. El destello de terror que aparece en su rostro consigue girarme en esa dirección, y yo también me quedo paralizada. Es imposible. La persona que está delante de nosotros es producto de una horrible pesadilla. Sus ojos son tan oscuros como dos pozos llenos de una venganza que se arrastra a través del suelo de la iglesia. Puedo sentir su odio arañando mis pies, trepando por mi cuerpo hasta estallar en mi mejilla izquierda.

El dolor es intenso. Insoportable.

Elliot sonríe mientras me caigo al suelo, tratando de contener la sangre que sale a borbotones de mi mejilla. Junto con el resto de los invitados, Annie observa la escena aterrorizada; el único que reacciona es Sam, el cual se arrodilla a mi lado, protegiéndome del monstruo que consigue doblegarme en mis momentos de mayor felicidad.

El café de todas las tardes [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora