El lamento de los pétalos

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Con lo exhausto que me encuentro, solo puedo divisar el cielo y sonreír como si hubiese ingerido algo muy dulce cual miel. A pesar del trance mental, aún soy consciente de que mi sonrisa no es auténtica, de que todo esto es solo una ficción más del estropeado baúl. Ellos no lo saben: mi familia, mis amigos, mis seguidores. Es un secreto encapsulado. Mi pecho sube y baja, respiro con dificultad. Cansancio. Las gotas de sudor resbalan y caen al suelo. ¿Por qué sonrío en este estado? ¿Por quién lo hago? Intento engañarme para no dejar salir a la bestia. Exclaman mi nombre, cantan mis letras, bailan nuestras melodías... Yo solo soy eso: un entretenimiento. Me exigen y yo cumplo, me empujan y yo avanzo. Esto ya no es vivir por mí. En medio del dolor he permitido que hagan conmigo lo que se les antoje, que manejen la preciada vida que ella me obsequió. Cuando el telón cae tras finalizar la función, arranco esa máscara blanca que me hace sangrar y la arrojo a la utilería de mi farsa. La oscuridad vuelve a mí en forma de mantas para proveerme ensueños.

     Las olas del mar han arrastrado consigo la eternidad... No sé dónde lo escuché, pero ese mensaje se me hace cada vez más cercano. En la arena se ha grabado la palabra «amor»; dentro de mí sobresalen emociones encontradas. La marea sube y baja, el único sonido perceptible del inmenso mar son las olas. Mientras admiro esta belleza sublime, las aguas comienzan a violentarse y borran la palabra. Desolación. Todo ocurre en un segundo: esa pizca de amabilidad que ofrece esperanza cuando ya no tienes a nadie junto a ti para apoyarte, se va como si fuese espuma entre las manos. Cada vez la altura de la inexorable caída no hace más que aumentar. No sé si estoy al borde de la locura. No soportaré más. El tatuaje de mi espalda comienza a arder como si fuese una marca hecha con hierro al rojo vivo.

     Ansío cerrar los ojos y ya no abrirlos más. «El espectáculo debe continuar». Un trago de alcohol es lo único que logro beber. El cuello, la espalda y la garganta se sienten en completo desgaste. Alguien se acerca a mí y me pide que la acompañe porque necesitan hablar conmigo; de manera automática la sigo, perezoso. Ella me lleva hasta donde se encuentra el teléfono. La veo a ella, extrañado, y pido una explicación. Sus labios se mueven y logro identificar esa palabra que me cae encima como balde de agua fría. ¿Qué significa esto? Me niego a aceptarlo, no quiero hablarle ahora, no en este estado.

     —Hazlo —sentencia.

     —¡Ya basta! —espeto.

     Al intentar evadirla, se escucha una voz proveniente del teléfono que distingo y me deja petrificado.

     —¿Hijo?

     La joven da unas palmadas a mi espalda y me asegura que todo saldrá bien, deja el objeto entre mis manos y sale de la oficina. Días atrás le comenté a un amigo que quería hablarle a cierta persona, pero no lograba sentirme listo, además que mi trabajo no me permitía ir a visitarla. No sé qué decir. En mis ojos comienzan a surgir lágrimas que con estoicismo consigo no derramar. Quiero ser valiente, no deseo verme derrumbado en un momento así. Tengo que fingir que fui yo quien le marcó para no demoler sus sentimientos.

     —Aló, aló. ¿Estás ahí? ¿Me escuchas?

     —Sí te escucho —me responde con un hilo de voz.

     —Perdona si te desperté, de seguro ya estabas dormida.

     —No, no me despertaste.

     —Aló... Lo siento mucho, no puedo escuchar con claridad tu voz.

     Hay interferencia en la comunicación, solo se pueden escuchar ronroneos y no entiendo. Me comienzo a frustrar. La madrugada se aproxima.

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