Existen dos deseos que siempre han sido un constante e impetuoso latido dentro de mí. El primero es que el sol fuera color plata, para que todos los días se tornaran grises. Su amarillo fuerte, aparte de molesto para la vista, carece de sentido, de elegancia, de significado. Los días calurosos y brillantes no aportan nada al sentir de nadie. Su efecto es lograr que todos piensen en agua y en cubrirse del calor. El segundo tiene por nombre Abigaíl.
Eramos muy pequeños cuando nos conocimos, de ahí que no guarde en mi memoria datos importantes de aquella fecha. Para mí es como si siempre hubiese estado. Cuando trato de evocar mis recuerdos más lejanos ya se encuentra en ellos, o más bien, debería decir, que todo cuanto recuerdo gira alrededor de ella. Quisiera recordar si hubo algo que me pareciera peculiar cuando la vi por primera vez, pero no puedo. De niña era una chiquilla muy bonita, de ojos grandes, más bien nostálgicos. Su cabello rubio, siempre un tanto desaliñado, le daba ese toque de desenfado ante todo lo que la vida tenía por ofrecerle. La recuerdo siempre vestida de tonos celestes muy tenues, blancos con vivos discretos o tonos en beige. Los vestidos siempre fueron su predilección. Nunca la vi sonreír con nadie más que conmigo. Cuando algo le parecía muy gracioso no reía, solo sonreía, pero hacía el comentario de lo mucho de risible que encontraba la situación. Las carcajadas no se hicieron para ella. Siempre jugábamos a lo que yo quería y no fui consciente de ello hasta pasados varios años. Cuando le pregunté al respecto me dijo que yo siempre tenía buenas ideas para entretenernos y que no había necesidad de cambiarlo, pues de esa forma nos iba muy bien.
No tengo recuerdo del día en que empecé a asistir al colegio —mi memoria para las fechas es algo de lo que no puedo vanagloriarme—. Sospecho, no obstante, que para entonces ya la conocía. Lo digo porque nuestra rutina fue siempre la misma. Después del colegio caminaba de regreso a casa y en cada ocasión ella me interceptaba para que camináramos juntos. Me acompañaba hasta la entrada de mi casa y seguía su camino. Unas horas después llegaba a visitarme y pasábamos la tarde juntos. Si yo tenía tarea que hacer, se recostaba en mi cama y se entretenía leyendo, escribiendo o pintando. Solía llevar consigo una mochila que parecía mágica, o más bien una mochila sorpresa, porque nunca sabía lo que saldría de ella. Cuando tenía tiempo libre jugábamos hasta el cansancio o hasta que mamá me llamaba a cenar.
De cuando en cuando mi curiosidad de niño me hacía preguntarle por cosas de ella, como su casa, su colegio y su familia. Sus respuestas siempre fueron parcas y actuaba intentando desviar el tema hacia otra cosa. Decía que estudiaba en su casa, que era su madre quien la educaba y que vivía a varias cuadras de mi hogar. Más de eso era imposible sacarle. Yo no podía dudar mucho de su palabra, después de todo era caminando que la encontraba y se iba de casa cuando obscurecía, por lo que muy lejos no podía vivir. Siempre iba vestida impecable y nunca apareció con golpes o señales de maltrato, lo que me hacía concluir que la suya era una familia normal. También era cierto que los temas de los que hablábamos nos eran comunes, es decir que nunca tuve que explicarle nada de lo que yo estaba estudiando en el colegio, por lo que entendía que su mamá hacía un buen trabajo educándola.
Debo confesar que me odio por no tener ordenados todos aquellos momentos. Mi memoria va de cuando éramos solo unos chicos y jugábamos a cualquier cosa, hasta los primeros momentos que caminábamos del colegio a casa y las tardes en su compañía. Por más que intento no logro trazar una línea ordenada de ideas. Tratar de hacerlo es como querer recordar el momento en que uno es consciente de que se tiene manos, o la ocasión en que uno dibujó por primera vez un círculo perfecto. Son cosas que solo pasaron, uno sabe que pasaron, y si se recuerdan se hace con vaguedad.
Lo que tengo claro es que lo más relevante de mi infancia fue que la transcurrí en compañía de Abigaíl. La pasamos maravillosamente bien. En ella tuve con quien jugar, con quien reír y con quien llorar los problemas que puedes tener a tan corta edad.
Mi vida transcurría alternando entre la felicidad y la tranquilidad, hasta que en una ocasión fui consciente de la forma y textura de sus labios. Aquello me desubicó por completo. Abigaíl era dueña de unos labios preciosos.
ESTÁS LEYENDO
Imperdonable
General FictionNo recuerdo un solo evento o un solo día de mi vida, sin su presencia. Siempre estuvo a mi lado. Me ha visto reír y llorar. Ha sido testigo de mis enojos, de mis berrinches y de mis iras. Conoce todo de mí y no me preocupo por esconderle nada. No me...