3- BASTET. Safo de Lesbos.

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Le miento a mi prisionero escocés sin que se me note el embuste

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Le miento a mi prisionero escocés sin que se me note el embuste. No tengo amantes, llevo doce largos meses sin desear a nadie. «¿Cómo puede ser que me consuma el deseo de hacerle el amor hasta quedar exhaustos?», me pregunto sorprendida.

     Porque frente a Alasdair me domina la necesidad de encerrar su sensualidad en un frasco, como si esta fuese el más embriagador de los perfumes. Y luego respirarlo la jornada entera para que me desborde la energía. Avariciosa, lo anhelo solo para mí.

     Impediría —sin ningún género de duda— que cualquiera huela su aroma a bosque de álamos. Vetaría que alguien vea la electrizante figura del guerrero cuando camina con la ancha espalda erguida, el trasero perfilado por la falda. Y cómo flexiona los músculos poderosos de los brazos y de las piernas. Sería capaz de conseguir que nadie escuche el erotismo de su entonación ni que le deguste el sabor a sal de la piel. Ni le permitiría a la más ligera brizna de hierba que disfrute con su roce.

  Porque este hombre —si se lo propusiese— lograría hipnotizar a las hadas que se esconden en Faerie Glen y provocar que convivan en buena sintonía con los mortales. ¿Qué sortilegio habrá utilizado conmigo? Lo ignoro. ¿Tal vez halagarme y contemplarme como si fuese única en mi especie?

     Si resultara admisible lo colocaría en la cumbre achatada de Castle Ewen —para aislarlo del resto de habitantes de Skye—, pues no olvido que cuando lo vislumbré en la primera ocasión me empeñé en conquistar Duvengan para saciar la curiosidad que su atractivo me produjo.

     Tiemblo, ya que me envenena la misma sensación que me cegó tantas centurias atrás. Fue durante mi visita a las polis griegas, al conocer a Safo de Lesbos. Ella me convenció de acompañarla a «la casa de las servidoras de las musas» y de recibir sus enseñanzas.

Te quiero —repetía a diario y enredaba el cuerpo con el mío en inimaginables posturas.

     Safo fue una excepción, mi única mujer. Tal vez por eso —por desconocimiento— creí leer en los labios engañosos un sentimiento más profundo.

     Pero, meses después, la descubrí mientras besaba a otra discípula y le recitaba la misma poesía que antes a mí:

«Solo en mirarte: ni la voz acierta

de mi garganta a prorrumpir; y rota

calla la lengua».

—¿Qué esperabais? —Se sorprendió al reclamarle la traición—. Este sitio está abierto a demasiadas jóvenes hermosas. Soy incapaz de amar solo a una, pero no dudéis de que os quiero.

     Tonta de mí, me hallaba a punto de romper la regla sagrada —la de jamás convertir a una humana en vampiresa—, para gozar juntas de la eternidad. Igual que al creer que Dios era un padre compasivo y cariñoso, fui de nuevo ingenua.

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