En casa me esperaba el discurso más largo que recibí alguna vez, junto a lágrimas, abrazos, y algunas buenas bofetadas apenas atravesé la puerta de entrada. Y claro, el más que obvio castigo del que claramente no iba a poder zafarme. Pero dentro de todo, no estuvo tan terrible como esperaba. Cualquiera diría que dediqué el resto del mes a estar encerrada en mi cuarto, llorando, tendida en la cama, sin la mas mínima voluntad de levantarme y hacer otra cosa; y sí, fue así: todo el mes de febrero, lo pasé literalmente postrada en mi cama. Ni mis familiares y amigos pudieron sacarme de mi habitación, prácticamente no comí, no tenía fuerzas para existir.
Llegó el primer día de clases, empezaba tercer año de secundario. Todos mis compañeros llegaban felices, y contaban como habían sido sus vacaciones, a mi me preguntaron, pero no hablé. Se notaba un cambio anímico, pero más que nada físico, en todo el curso; la mayoría habían crecido como 10 centímetros, las chicas parecían de varios años más, y ese tipo de cosas típicas que pasan de un año a otro. El caso era yo: no había crecido ni un centímetro, pero estaba flaca, como nunca lo había estado, tenía unas ojeras imborrables (desde la noche que te fuiste no puedo dormir más que dos horas cuando tengo suerte), con pulseras en todo el antebrazo, y los ojos cristalizados; está bien, algunos notaron eso. Aunque el aspecto físico que tenía realmente me daba igual, me mantenía tranquila pensando que más adelante podría recuperar el peso y el color, que tal vez volvería a dormir, y que en algún momento todos esos cortes iban a cicatrizar y desaparecer. Pero lo que nunca se va a borrar va a ser la marca que dejaste en mí. Cuando acepté que te fuiste, también acepté que no volvería a ser la misma, porque al suicidarte, terminaste de matar lo que quedaba de mi.
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Cuando decidiste suicidarte
Short StoryCuando él decidió suicidarse, nunca se detuvo a pensar en lo que dejaba atrás...